jueves, 29 de octubre de 2015

Pecados capitales

Pecados capitales – Editorial del 30 de octubre de 2015
Los Siete Pecados Capitales son una clasificación de los vicios mencionados en las primeras enseñanzas del Cristianismo y Catolicismo para educar e instruir a los seguidores sobre la moral.
En su libro “Los Siete pecados Capitales” el filósofo español Fernando Savater explica que “los siete pecados capitales son la expresión de la ética social y comunitaria con la cual el cristianismo trató de contener la violencia y sanar a la conflictiva sociedad medieval. Se utilizaron para sancionar los comportamientos sociales agresivos y fueron, durante mucho tiempo, desde el siglo XIII hasta el XVI, el principal esquema de penitencia, contribuyendo en modo determinante a la pacificación de la sociedad de entonces”.
En un principio, los pecados eran una advertencia respecto de cómo administrar la propia conducta. No se trataba, como en los Diez Mandamientos, de ofrecer las tablas de la ley, sino de mostrar los peligros higiénicos que podrían asechar a las almas. Se trató de un listado de advertencias sobre los riesgos que puede acarrear la desmesura frente a lo deseable. Ya que estamos voy a decir que hoy existe una versión más vulgar de esas advertencias, que son los libros de autoayuda, donde supuestamente uno encuentra desde fórmulas para no engordar hasta otras para ser feliz en tres lecciones.
La suerte de estos pecados terminó en la época moderna, cuando la penitencia dejó de ser la forma de resolución de los conflictos sociales para transformarse en algo psicológico e interior a la conciencia de cada individuo.
Los pecados adquieren la categoría de capitales cuando originan otros vicios. Santo Tomás describe: “Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que en su deseo un hombre comete muchos pecados, todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal…”. Ellos son: Soberbia, Gula, Avaricia, Ira, Lujuria, Pereza, Envidia.
No se crea el lector que la página de hoy va a ser una prédica o un sermón. Es solo que el tema me sirve de introducción para intentar una explicación para el resultado de las elecciones, siendo que lo estoy escribiendo justamente a treinta y dos años de haber estado en la Avenida 9 de Julio escuchando el discurso de cierre de campaña de Raúl Alfonsín, que tres días después se convertiría el primer presidente de la nueva democracia. Y siento, por eso, que esto no es casualidad, sino causalidad, ya que justamente él debe haber sido uno de los políticos que se murió habiendo podido jactarse, si lo hubiera querido, de no ser titular de ninguno de estos pecados.
Pero volviendo al análisis de lo que pasó el domingo, y pese a que aún no contamos con los resultados definitivos a nivel provincial y nos resta el balotaje que definirá quién será el presidente de “todos los argentinos” (si es que se hace, de lo que tengo mis dudas) a partir del 10 de diciembre, el triunfo de Cambiemos en nuestra ciudad y la paridad que hasta el momento en que escribo estas líneas aún no se ha definido en la provincia para un lado o para otro, merecen de mi parte una reflexión que, como siempre, tendrá la característica de ser un fiel reflejo de mi pensamiento y de llevar mi firma, cosa de la que no muchos pueden jactarse.
Yo estoy convencido de que gran parte de la culpa de las derrotas, tanto de las que ya conocemos, como de las que podemos llegar a conocer en los próximos días, como las victorias pírricas de algunos kirchneristas, estuvieron signadas por algunos de estos pecados capitales, sin que, y esto quiero que se entienda bien, me esté refiriendo a la condición humana de las personas que gobernaban o que se postulaban, sino pura y exclusivamente a su costado político y de gestión, e incluso al que tiene que ver con la conformación de las listas perdedoras. Y básicamente, cuando nombro a los pecados capitales, el lector solo se debe dar cuenta de que hay algunos que no tienen nada que ver con el tema que estamos tratando, definitivamente, y otros que, aunque no deberían tener nada que ver, sí lo tienen, aunque sea tangencialmente.  
Al pecado al que yo me refiero, sin lugar a dudas, es al de la soberbia. Ser soberbio es básicamente el deseo de ponerse por encima de los demás. Y conste que yo creo que no es malo que un individuo tenga una buena opinión de sí mismo (salvo que nos fastidie mucho con los relatos de sus hazañas, reales o inventadas). Lo malo es que no admita que nadie, en ningún campo, se le ponga por encima.
En general, podemos reconocer que tenemos cierto lugar en el ranking humano, pero también que hay otros que son más prestigiosos. Pero los soberbios no le dejan paso a nadie, ni toleran que alguien piense que puede haber otro delante de él. Además sufren la sensación de que se está haciendo poco en el mundo para reconocer su superioridad, pese a que siempre va con ellos ese aire de “yo pertenezco a un estrato superior”.
Insisto. De la lectura de las derrotas de este domingo, e incluso de las victorias que se parecieron mucho a una derrota, surge claramente la visión de este pecado de soberbia que encegueció a muchos que creyeron que, como históricamente sucedía, la suma del poder público, la chequera, el clientelismo, las promesas, la siembra de temores infundados, la despreocupación por poner en la lista a los mejores (ya se sabe que cuando yo hablo de mejores no me refiero a la condición de tener un título ni un nivel determinado de estudios, sino a la capacidad específica para el cargo o la función), el desprecio por la opinión de los demás, la apatía demostrada hacia determinadas áreas de la actividad pública como la Cultura, por ejemplo, la convicción de que la alternancia en el poder, tan necesaria en una democracia, se refería a que “hoy estoy yo y mañana estás vos, pero siempre estamos nosotros”, la falta de respeto a la otredad, unida a la convicción de que partido y nación son sinónimos, la idolatría hacia líderes con pies de barro, el desinterés por salir a explicar cosas que seguramente tienen explicación pero que ellos entienden que nadie merece que se las den, el encierro de sus vidas en una campana de cristal que los hace permanecer ajenos a los clamores populares, la ocultación premeditada de los errores, les iba a permitir perpetuarse en el poder.
Un rato antes de sentarme a escribir estas líneas (miércoles por la noche) escuchaba hablar al “Chino” Navarro, conocido dirigente justicialista de la Provincia de Buenos Aires, quién intentaba explicar lo inexplicable, cuestión en la que, reconozcámoslo, no es el único. Decía el “Chino” que “quizás” habían cometido algunos errores, y que ahora iban a subsanarlos. Esa es una clara demostración de lo que es el pecado de soberbia. Si reconoce ahora que “quizás” se cometieron errores, ¿por qué no lo dijo antes? Y si se van a poner ahora a solucionarlos ¿por qué no se pusieron antes a hacerlo? Si no lo dijeron y no lo hicieron, yo tengo todo el derecho de pensar que fue porque no quisieron o, peor, porque no les importaba nada (y conste que si este no fuera un medio respetuoso debería usar una expresión popular muy conocida que es un sinónimo y que tiene que ver con algo que ponen las gallinas). Es claro que lo que nunca pensaron es que iba a llegar una hora en la que la gente común, incluso aquella de la que en otros tiempos se decía que “votaba a un palo vestido con tal que sea de ese determinado partido”, iba a empezar a incumplir las reglas dictadas por los que usufructuaban el poder en su propio beneficio e iban a comenzar a pensar antes de votar. Tengo la absoluta convicción de que esto es así, porque incluso después de la derrota sin atenuantes que ha sufrido el oficialismo en Basavilbaso, que por lo demás no tiene nada de malo ya que los que nos van a gobernar desde el 10 de diciembre son tan ciudadanos de este pueblo como los que se van, la creencia de que están en una torre de marfil que los eleva por sobre el resto de los mortales los lleva a no aceptar ninguna discusión y a ningunear o a cuestionar las opiniones de los que, como el que esto escribe, emiten respecto a la constitución del nuevo HCD, por ejemplo.
"Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si, teniendo poder bastante, impidiera que hablara la humanidad”.  John Stuart Mill. Londres 1859.
                                      Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso 


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