#Ni una menos - Editorial del
5 de junio de 2015
Comienzo a
escribir esta página a pocos minutos de la finalización, en Basavilbaso, de la
marcha organizada espontáneamente (aunque esto sea un oxímoron) en contra del
feminicidio, que como bien se dijo (en parte) en las palabras alusivas,
Feminicidio es un neologismo que se refiere al asesinato de mujeres por razones
de género, en tanto el término Femicidio es más bien político, porque es la
denuncia contra la naturalización que hace la sociedad de la violencia sexista.
No puedo
resistir la tentación de explicar por qué dije, más arriba, "en
parte". Es que técnicamente no está bien decir asesinato. Primero porque
esa figura no existe en la legislación argentina, y si la usamos es porque la
copiamos de las películas yanquis, y segundo, porque decirle asesino a un
feminicida es quitarle responsabilidad, ya que el concepto adecuado y exacto es
homicidio (matar a un hombre en el concepto amplio de hombre), y de ahí sus
derivaciones. Es parricida el que mata al padre, filicida el que mata al hijo,
uxoricida el que mata a su esposa, fratricida el que mata a un hermano,
magnicida el que mata a alguien importante (el homicidio de Kennedy, por
ejemplo), genocida el que mata a un grupo nacional, étnico, racial o religioso
como tal, hasta llegar al tan mentado deicidio, que, paradójicamente, tantos
genocidios generó.
El
asesinato, en cambio, consiste en matar bajo la promesa remuneratoria o de
recompensa, o en general, con el ánimo de obtener lucro de la actividad
homicida. Incluso el nombre deriva de la droga "hashis", ya que para
infundirse ánimos para hacer lo que no sentían debían drogarse. Y por eso se
los llamó, originariamente, "hashishinos".
Ahora sí,
entrando en tema, y haciendo un análisis histórico, creo que varias décadas atrás
era imposible encontrar en plena calle a una pareja en trance de consumar un
interminable y cinematográfico beso. Hoy, en cambio, resulta habitual pasearse
frente a esos apasionamientos con la misma indiferencia con que,
lamentablemente, observamos la pelea callejera de una pareja, y esto sucede a
pesar del increíble crecimiento de esas desagradables reyertas públicas. Claro
que el dato curioso, y condenable, es el aumento de las agresiones verbales y
físicas de que son víctimas esposas, novias o compañeras, por parte de hombres
cargados de iracundia.
El tema de
la violencia familiar permanece, en la Argentina, cubierto por una lógica
penumbra que va del temor a la vergüenza, y de la que emergen, solo ahora,
algunos datos. Esos datos y las conclusiones consecuentes, tal vez permitan en
un futuro próximo, encontrar la explicación que la sociedad se debe a sí misma
sobre el interrogante que surge de ese autoritarismo, que solamente llama la
atención cuando pasa del mundo privado al mundo público.
El tema de
la violencia familiar ha resultado, ciertamente, difícil de estudiar en
cualquier país: las víctimas cohabitan con sus agresores y, generalmente,
tardan muchos años en hacer una denuncia, si es que alguna vez la hacen. A
pesar de ese panorama, este editorial intenta indagar en el tema desde
diferentes ámbitos de la realidad profesional y social del país.
En
principio, desde nuestro punto de vista relacionado con el ejercicio del
derecho, decimos que podemos advertir que en general se trata de situaciones familiares
en las cuales se hace muy notoria una distribución desigual del poder: la mujer
y los hijos, por alguna razón explícita o no, le deben obediencia al hombre,
bajo la pena de ser castigados si no la cumplen. Sin embargo este tipo de
autoritarismo familiar existe en muchos hogares en los que no se llega a la
violencia corporal, una fórmula que sin embargo consigue secuelas irreparables. Los abogados solemos
recibir mujeres que padecen lo que en psicología se llama "síndrome de la
mujer golpeada", y algunos investigadores incluyen en este síndrome a
aquellas mujeres que, aunque tal vez no reciban palizas, sí viven bajo un
régimen familiar autoritario. Sus maridos no les permiten trabajar o estudiar,
no las dejan recibir visitas, a veces les tienen prohibido ver más o menos
seguido a su familia cercana, entre otras vedas. Son mujeres que, obligadas a
hacer lo que no quieren, sufren una permanente censura sobre lo que desean.
Estas
situaciones son aún más difíciles de rastrear, estadísticamente, por cuanto
muchísimas mujeres las registran como "normales". Al mismo tiempo,
con respecto a las palizas, hay mucha más información acerca de las clases
"populares", porque las mujeres de clase baja o media baja suelen
hacer denuncias, a raíz, quizás, de la facilidad con que sus reyertas ganan la
calle. Por el contrario, la violencia familiar en las clases altas pasa
inadvertida en la mayoría de los casos.
En cuanto a
las razones que justifican una menor criminalidad femenina, se adjudican a las
características de las mujeres en sociedades como la nuestra y a factores
fisiológicos, psicológicos y sociales que hacer disminuir la frecuencia con que
ella aprieta el gatillo o blande un puñal, y la convierten, en cambio, en
frecuente víctima a manos del hombre.
Las incógnitas
se abren, entonces, hacia el asesino: ¿por qué matan a las mujeres? Nosotros
creemos que el hombre mata a la mujer, fundamentalmente, por pasión (en este
caso una pasión negativa, como los celos); en segundo término la razón es el
odio, cuando por ejemplo le adjudican el fracaso o la rutina de la vida, y
recién en tercer lugar estarían los motivos económicos.
Detrás de
quién mata a una mujer siempre hay un cuadro de psicología criminal, un
problema psiquiátrico, y a veces, como en el caso Schoklender, aún sin
justificarlo, un problema de victimología, por cuanto hubo una conducta previa
de la víctima que no puede dejar de tomarse en cuenta.
Una sociedad
que no ha dejado de ser machista, donde
el hombre sigue viendo a la mujer como un objeto. Si algo demuestra la supervivencia del machismo,
eso es la justicia. Durante la marcha una amiga me preguntaba si en nuestra
provincia existen abogados penalistas gratuitos, o sea un servicio que se
preste a aquellas personas que no están en condiciones de pagar un profesional
particular. Acá debo aclarar que, en principio, para hacer una denuncia no hace
falta contar con asistencia letrada. En todo caso se puede recurrir a los
Colegios de Abogados, que tienen un servicio de asesoramiento gratuito, o al
Ministerio Público de la Defensa, en los Tribunales de Concepción del Uruguay,
integrado por los comúnmente llamados Defensores de pobres, menores y ausentes.
Y también a algunos abogados que, mal que le pese a nuestra economía, no
cobramos por ese tipo de consultas. Luego se debe confiar en la Justicia, y acá
es donde quizás radica el problema, ya que para asegurarse que la causa va a
tener continuidad, que las pruebas se van a producir y que se arribará a un
juicio justo y a una sentencia condenatoria, es más que necesario constituirse
en querellante particular, y eso ya sí requiere, sino de un patrocinio letrado,
por lo menos de un profesional que asista paso a paso el devenir del juicio.
Convengamos en que los Juzgados están abarrotados de casos de este tipo, y que,
además, no existe "la pasión" por resolverlos, no solamente por falta
de interés político y quizás hasta social, sino también porque los marcos
legales no son los adecuados, y una vez resuelta la causa no suele satisfacer a
nadie.
Es por ello
que si bien volví complacido de la marcha, no creo que con esto baste. En
principio debo decir que me parece que le faltó la "pata" masculina,
que me consta fue ofrecida. De esta manera entiendo que se propició, aún sin
quererlo, la división de género. Y eso por varias razones. Primero porque no
todos los hombres somos violentos, pegadores y homicidas, sino también porque
la violencia de género, como se deslizó en uno de los textos leídos, también
tiene a veces víctimas masculinas y victimarias femeninas. La historia policial
argentina tiene casos notorios de crímenes cometidos por mujeres contra
hombres, pero sin llegar tan lejos son muchos los casos que yo particularmente
conozco de violencia moral o psicológica ejercida por esposas contra maridos o
de novias contra novios, que también merecen ser denunciados.
Está bien,
de todas maneras. La finalidad se cumplió. Quizás no fueron todos lo que tenían
que ir, y quizás muchos de los que fueron luego se quedaron pegados al
televisor viendo cómo Tinelli ejerce su abuso de género bajo la atenta mirada
de más del 30% de la teleaudiencia. Seguramente esa sea una medida más exacta
que la de estimar la concurrencia a la marcha, porque, como dijo Elie Wiesel,
Nobel de la Paz 1986: "Ante las atrocidades tenemos que tomar partido. El
silencio estimula al verdugo".
Dr. Mario
Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso
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