jueves, 28 de mayo de 2015

Libertarismo o populismo

Libertarismo o populismo - Editorial del 29 de mayo de 2015
Las encuestas de opinión registran que la gran mayoría de los argentinos están poco o nada interesados en la política, y el estrecho margen para la acción pública se angosta aún más como consecuencia de la dificultad para imaginar opciones y el sentimiento de desconfianza instalado en la sociedad hacia la dirigencia política.
Cuando la desconfianza se instala en una sociedad, la democracia se asienta sobre bases muy frágiles. Empero, las encuestas registran que los ciudadanos valoran la democracia como régimen político tanto como se la valora en las democracias consolidadas, y que sus demandas son igualmente exigentes. Es la magnitud de la insatisfacción por el funcionamiento de los partidos políticos lo que nos diferencia de las democracias avanzadas.
Entre siete y ocho de cada diez argentinos manifiestan desconfiar de la organización de los partidos políticos: representan sus propios intereses y no los de la gente, se dice.
Se afirma que la clase política, además de corrupta, es incompetente para dar respuesta a los problemas del Estado y de la gente. Un creciente escepticismo sobre la honestidad y la capacidad de la dirigencia política es el clima propicio para que florezcan movimientos dentro y fuera de los partidos impugnados, que se presentan como alternativas al sistema partidario tradicional. El mismo Frente para la Victoria es un claro ejemplo de ello, ya que no es un “puro” Partido Justicialista, que, además, tiene al “sciolismo”, al “massismo”, y a otros cuantos “ismos”. Y algo similar le sucede a la UCR, que no ha podido unificar criterios respecto a candidaturas y alianzas, más allá de lo que dicen los papeles.
La sociedad percibe que los políticos se limitan a hacer ajustes sin cambios que se traduzcan en mejoras en la calidad de la vida de la población. Parecen ser más importantes el clientelismo, los padrinazgos, las dificultades para renovar la dirigencia, la fragmentación interna fruto del peso de las estructuras partidarias provinciales sobre el comportamiento de los legisladores y la oscura relación con el dinero.
La incapacidad de los partidos políticos de recoger y canalizar las opiniones populares lleva a que no pocos vuelquen sus expectativas en las organizaciones de la sociedad, a las que consideran instrumentos de contacto directo con “la gente”, y adhieren a liderazgos que buscan esa relación directa sin la intermediación de los partidos. En nuestra provincia es claro el ejemplo de Alfredo de Angeli, que ahora está en el Pro, pero que buscó un lugar en casi todos los partidos políticos de Entre Ríos, y, más cerca, el acuerdo que concretó el Comité del radicalismo con un sector de la Federación Agraria Argentina.
Sin embargo ya Ortega y Gasset decía que “la gente es nadie”. Lo que la gente manifiesta a través de los grupos de interés o las encuestas se basa en opiniones volátiles.
Como observó Schumpeter, si los gobiernos siguieran a pie juntillas los pareceres de la gente, la política sería un permanente “stop and go” (parar y andar). Oponer el sistema de partidos a las organizaciones de la sociedad es un falso dilema. No hay democracias sólidas allí donde los partidos políticos no son fuente de identidad ciudadana. Tampoco hay sociedades civiles robustas. Hay, en cambio, un oportunismo desaforado por parte de dirigentes que no vacilan en cambiar de partido, como si los partidos fueran meras etiquetas. De ese modo la política se vuelve puro presente, sin futuro ni pasado que le dé sentido. La función de las organizaciones de la sociedad se desnaturaliza; antes que controlar a los funcionarios que gobiernan, resultan ser, en muchos casos, plataformas de lanzamiento de nuevos  políticos que no vacilan en buscar las etiquetas que los lleven al poder.
En ese contexto, las reformas, por tímidas que sean a los ojos de quienes maximizan sus expectativas de cambio, son un imperativo para recuperar la confianza perdida en los partidos y en  los políticos. Hoy la sociedad exige cambios en la organización interna de los partidos, en el sistema electoral y el financiamiento de la política, en la estructura política y administrativa del Estado.
Sin embargo las reformas son condición necesaria pero no suficiente. Es preciso vislumbrar hacia dónde vamos, cuál es el rumbo de las políticas públicas, para que el futuro no aparezca como pura amenaza.
El historiador inglés Charles Tilly observó con agudeza que el secreto de la democracia consiste en la expectativa de que el día de uno llegará, de que la pérdida de hoy es solo un obstáculo temporario; de que todos, finalmente, tendrán su oportunidad. Cuando el futuro no ofrece esperanza ni oportunidades, la democracia está a merced de los desesperados y de los iluminados. La desesperanza es un mal más grave aún que el padecimiento, porque con ella es el futuro el que se desvanece.
¿Qué reformas son posibles para que la política recupere la credibilidad y su esencia de ser un proyecto de futuro? Este interrogante debería ser el eje del debate político, ciertamente más complejo que los argumentos esgrimidos para mejorar la cercanía de los políticos a la gente. Se trata de dotar al Estado de la capacidad de mantener la estabilidad, resolver los problemas sociales más urgentes, combatir la corrupción.
Consolidar la república significa reformar los partidos políticos y fortalecer las organizaciones de la sociedad. Antes que nueva y vieja política, el dilema se centra en recrear la política y abandonar la ilusión de que a golpes de opinión se puede definir el rumbo de un Estado.
No es necesario aventurarse en una nueva definición de democracia para identificar algunos de los rasgos centrales que todos los filósofos actuales reconocen como propios de este régimen político. En primer lugar, debe estar constituida por un  cuerpo de ciudadanos reconocidos como libres e iguales por normas que tengan rango constitucional. En segundo lugar, deben estar asegurados el acceso y la renovación de los cargos y oficios públicos de poder. En tercer lugar, los candidatos a representantes deben presentar de modo público y no engañoso sus propuestas de gobierno al buen juicio de sus futuros representados, con el fin de que estos estén en condiciones de evaluar por sí mismos su acuerdo o desacuerdo con ellas. En cuarto y último término, las propuestas de los candidatos deben estar sujetas a escrutinio y debate públicos de acuerdo con reglas y métodos reconocidos de argumentación, de modo que todos los ciudadanos estén en condiciones de tomar activamente parte en ese debate o de asentir a las conclusiones extraídas por otros mediante el uso de su propio razonamiento..
La satisfacción de esas condiciones mínimas es una exigencia ineludible para todo régimen político que aspire a poseer la legitimación propia de una democracia. En la filosofía política de finales del siglo XX y comienzos del XXI, dichas exigencias expresaban el marco y las reglas de un procedimiento político desarrollado mediante el uso de la razón pública, que constituye, a su vez, el sello distintivo de un verdadero liberalismo político. Obsérvese, en efecto, que a partir de estos datos se distingue nítidamente este régimen de otras dos formas desviadas de concebir la democracia: el libertarismo y el populismo.
El libertarismo, al poner todo el peso de su concepción política exclusivamente en las relaciones contractuales privadas y en los mecanismos del mercado, que por su naturaleza son asimétricos respecto al poder de las partes, despoja a las Instituciones del Estado de toda su capacidad para formar y proteger una opinión pública nacida de la participación razonada y razonable de todos los ciudadanos en su condición de libres e iguales.
El populismo, en el otro extremo, busca asegurar a cada sector con una cuota preexistente de poder; provenga éste de aparatos políticos, sindicales, empresariales, estudiantiles o de algún sector social, la preservación de la parte de poder ya conquistada, con el “supuesto” de que cualquier ampliación de la cuota de beneficios de alguna de las partes involucradas no provendrá del detrimento en la participación de las otras.
                                            Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso


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