Libertarismo o
populismo - Editorial del 29 de mayo de 2015
Las encuestas de opinión registran que la gran mayoría de los
argentinos están poco o nada interesados en la política, y el estrecho margen
para la acción pública se angosta aún más como consecuencia de la dificultad
para imaginar opciones y el sentimiento de desconfianza instalado en la
sociedad hacia la dirigencia política.
Cuando la desconfianza se instala en una sociedad, la democracia se
asienta sobre bases muy frágiles. Empero, las encuestas registran que los
ciudadanos valoran la democracia como régimen político tanto como se la valora
en las democracias consolidadas, y que sus demandas son igualmente exigentes.
Es la magnitud de la insatisfacción por el funcionamiento de los partidos políticos
lo que nos diferencia de las democracias avanzadas.
Entre siete y ocho de cada diez argentinos manifiestan desconfiar de
la organización de los partidos políticos: representan sus propios intereses y
no los de la gente, se dice.
Se afirma que la clase política, además de corrupta, es incompetente
para dar respuesta a los problemas del Estado y de la gente. Un creciente
escepticismo sobre la honestidad y la capacidad de la dirigencia política es el
clima propicio para que florezcan movimientos dentro y fuera de los partidos
impugnados, que se presentan como alternativas al sistema partidario
tradicional. El mismo Frente para la Victoria es un claro ejemplo de ello, ya
que no es un “puro” Partido Justicialista, que, además, tiene al “sciolismo”,
al “massismo”, y a otros cuantos “ismos”. Y algo similar le sucede a la UCR,
que no ha podido unificar criterios respecto a candidaturas y alianzas, más
allá de lo que dicen los papeles.
La sociedad percibe que los políticos se limitan a hacer ajustes sin
cambios que se traduzcan en mejoras en la calidad de la vida de la población.
Parecen ser más importantes el clientelismo, los padrinazgos, las dificultades
para renovar la dirigencia, la fragmentación interna fruto del peso de las
estructuras partidarias provinciales sobre el comportamiento de los
legisladores y la oscura relación con el dinero.
La incapacidad de los partidos políticos de recoger y canalizar las
opiniones populares lleva a que no pocos vuelquen sus expectativas en las
organizaciones de la sociedad, a las que consideran instrumentos de contacto
directo con “la gente”, y adhieren a liderazgos que buscan esa relación directa
sin la intermediación de los partidos. En nuestra provincia es claro el ejemplo
de Alfredo de Angeli, que ahora está en el Pro, pero que buscó un lugar en casi
todos los partidos políticos de Entre Ríos, y, más cerca, el acuerdo que
concretó el Comité del radicalismo con un sector de la Federación Agraria
Argentina.
Sin embargo ya Ortega y Gasset decía que “la gente es nadie”. Lo que la
gente manifiesta a través de los grupos de interés o las encuestas se basa en
opiniones volátiles.
Como observó Schumpeter, si los gobiernos siguieran a pie juntillas
los pareceres de la gente, la política sería un permanente “stop and go” (parar
y andar). Oponer el sistema de partidos a las organizaciones de la sociedad es
un falso dilema. No hay democracias sólidas allí donde los partidos políticos
no son fuente de identidad ciudadana. Tampoco hay sociedades civiles robustas.
Hay, en cambio, un oportunismo desaforado por parte de dirigentes que no
vacilan en cambiar de partido, como si los partidos fueran meras etiquetas. De
ese modo la política se vuelve puro presente, sin futuro ni pasado que le dé
sentido. La función de las organizaciones de la sociedad se desnaturaliza;
antes que controlar a los funcionarios que gobiernan, resultan ser, en muchos
casos, plataformas de lanzamiento de nuevos
políticos que no vacilan en buscar las etiquetas que los lleven al poder.
En ese contexto, las reformas, por tímidas que sean a los ojos de
quienes maximizan sus expectativas de cambio, son un imperativo para recuperar
la confianza perdida en los partidos y en
los políticos. Hoy la sociedad exige cambios en la organización interna
de los partidos, en el sistema electoral y el financiamiento de la política, en
la estructura política y administrativa del Estado.
Sin embargo las reformas son condición necesaria pero no suficiente.
Es preciso vislumbrar hacia dónde vamos, cuál es el rumbo de las políticas
públicas, para que el futuro no aparezca como pura amenaza.
El historiador inglés Charles Tilly observó con agudeza que el secreto
de la democracia consiste en la expectativa de que el día de uno llegará, de
que la pérdida de hoy es solo un obstáculo temporario; de que todos,
finalmente, tendrán su oportunidad. Cuando el futuro no ofrece esperanza ni
oportunidades, la democracia está a merced de los desesperados y de los
iluminados. La desesperanza es un mal más grave aún que el padecimiento, porque
con ella es el futuro el que se desvanece.
¿Qué reformas son posibles para que la política recupere la
credibilidad y su esencia de ser un proyecto de futuro? Este interrogante
debería ser el eje del debate político, ciertamente más complejo que los
argumentos esgrimidos para mejorar la cercanía de los políticos a la gente. Se
trata de dotar al Estado de la capacidad de mantener la estabilidad, resolver
los problemas sociales más urgentes, combatir la corrupción.
Consolidar la república significa reformar los partidos políticos y
fortalecer las organizaciones de la sociedad. Antes que nueva y vieja política,
el dilema se centra en recrear la política y abandonar la ilusión de que a
golpes de opinión se puede definir el rumbo de un Estado.
No es necesario aventurarse en una nueva definición de democracia para
identificar algunos de los rasgos centrales que todos los filósofos actuales
reconocen como propios de este régimen político. En primer lugar, debe estar
constituida por un cuerpo de ciudadanos
reconocidos como libres e iguales por normas que tengan rango constitucional.
En segundo lugar, deben estar asegurados el acceso y la renovación de los
cargos y oficios públicos de poder. En tercer lugar, los candidatos a
representantes deben presentar de modo público y no engañoso sus propuestas de
gobierno al buen juicio de sus futuros representados, con el fin de que estos
estén en condiciones de evaluar por sí mismos su acuerdo o desacuerdo con
ellas. En cuarto y último término, las propuestas de los candidatos deben estar
sujetas a escrutinio y debate públicos de acuerdo con reglas y métodos
reconocidos de argumentación, de modo que todos los ciudadanos estén en
condiciones de tomar activamente parte en ese debate o de asentir a las
conclusiones extraídas por otros mediante el uso de su propio razonamiento..
La satisfacción de esas condiciones mínimas es una exigencia
ineludible para todo régimen político que aspire a poseer la legitimación
propia de una democracia. En la filosofía política de finales del siglo XX y
comienzos del XXI, dichas exigencias expresaban el marco y las reglas de un
procedimiento político desarrollado mediante el uso de la razón pública, que
constituye, a su vez, el sello distintivo de un verdadero liberalismo político.
Obsérvese, en efecto, que a partir de estos datos se distingue nítidamente este
régimen de otras dos formas desviadas de concebir la democracia: el
libertarismo y el populismo.
El libertarismo, al poner todo el peso de su concepción política
exclusivamente en las relaciones contractuales privadas y en los mecanismos del
mercado, que por su naturaleza son asimétricos respecto al poder de las partes,
despoja a las Instituciones del Estado de toda su capacidad para formar y
proteger una opinión pública nacida de la participación razonada y razonable de
todos los ciudadanos en su condición de libres e iguales.
El populismo, en el otro extremo, busca asegurar a cada sector con una
cuota preexistente de poder; provenga éste de aparatos políticos, sindicales,
empresariales, estudiantiles o de algún sector social, la preservación de la
parte de poder ya conquistada, con el “supuesto” de que cualquier ampliación de
la cuota de beneficios de alguna de las partes involucradas no provendrá del
detrimento en la participación de las otras.
Dr. Mario Ignacio
Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso
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