jueves, 11 de junio de 2015

La sangre es la vida

La sangre es la vida - Editorial del 12 de junio de 2015
Cada semana de estas ya casi novecientas ininterrumpidas desde 1997 en que vengo escribiendo los editoriales de Crónica, se me plantea, por suerte, un dilema respecto al tema a tratar, básicamente porque tengo que intentar en primer lugar que me interese a mí, para que me motive y saque de “mis adentros” lo mejor que tenga, pero, además, y en un mismo nivel de importancia, que motive e interese a los lectores, teniendo en cuenta la heterogeneidad  que es la característica de los mismos.
Pero esta vez, aunque es de público y notorio que hay cuestiones de relevancia institucional y política sobre las que tengo opinión y participación, quise poner nuevamente sobre el tapete una cuestión que nunca termino de entender por qué necesita tanta prensa y tanta publicidad, cuando se trata de dar vida a alguien que la precisa. Sobre todo me irrita que haya tanta gente que está en condiciones de hacerlo y no lo hace, pese a que en su concepción filosófica y hasta religiosa está comprendido el concepto de ayudar al prójimo.
A esta altura, y sobre todo porque el título ya adelanta algo, el lector habrá advertido que voy a hablar acerca de la donación (o dación) de sangre, teniendo en cuenta, como disparador, que el próximo domingo se celebra el Día Mundial del Donante de Sangre.
Antes que nada voy a explicar el porqué de la diferenciación que hago entre donación y dación. A mí la palabra donación me suena más a caridad, en cambio el dar es mucho más expresivo de la voluntad de servir al otro.
Hay una anécdota que ya alguna vez creo que mencioné en este espacio, contada por médicos y enfermeros del Hospital de Stanford, en Estados Unidos, quienes recuerdan el caso de una nena de nombre Liz, que padecía una enfermedad extraña a la que sólo podría sobrevivir si recibía sangre de su hermano menor, de cinco años, que había superado el mismo mal y había desarrollado anticuerpos. Con sencillez, le explicaron al chico la situación y le preguntaron si estaba dispuesto. Dijo que, si eso salvaba a su hermana, lo haría. Durante la transfusión estaban en camas paralelas. Cuando el niño vio que la cara de Liz tomaba color, preguntó: "¿En qué momento moriré?" Había imaginado que Liz recibiría toda su sangre y que él le donaba, en realidad, su propia vida.
Este hecho, rescatado por Jaume Soler y Mercé Conangla, padres de la ecología emocional (en el libro del mismo nombre), atañe a la generosidad, que el filósofo francés André Comte-Sponville considera como la virtud del don. Cuando uno da lo que necesitan aquellos a quienes conoce o ama, o con quienes comparte parentesco, nacionalidad, ideología, profesión o demás atributos, uno es solidario, señala Comte-Sponville. La solidaridad puede, incluso, hacerse notar a través de aportes, de campañas, de festivales, o puede ser guiada por conveniencias (mantener una amistad, una sociedad, una apariencia, una imagen). La generosidad es diferente. Bajo su influjo se actúa en beneficio de alguien aun sin compartir nada con él, se le hace un bien aun cuando eso pueda debilitarnos, se da (como dice un viejo proverbio árabe) antes de que se nos pida y, finalmente, se lo hace incluso sin que nadie se entere y sin ningún fin ulterior (como escuchar a un cantante, ver a una celebridad, u obtener un “bonus”). El hermano de Liz brindaba (según él creía) su vida, algo que él mismo necesitaba. Ese es el meollo de la generosidad: el prójimo; la otredad, o sea el otro como un individuo diferente, que no forma parte de la comunidad propia.
En otra página de esta misma edición mencionamos las actividades previstas en nuestra ciudad con motivo de este Día Mundial del Donante de Sangre, y que incluyen, por supuesto, una oportunidad para volver a dar aquellos que ya lo hicieron o para empezar a dar aquellos que nunca se animaron ni se les ocurrió hacerlo. Pero tengo para mí que ese lunes 15 será muy necesario como activador de la solidaridad pero, si sólo queda en eso, el efecto puede apagarse cuando esa misma campaña se cierre. Distinto será si despierta la generosidad. Cuando ésta se instala, luego no necesita campañas. No hay llamados a la generosidad, como sí los hay a la solidaridad. Tampoco al amor, sostén de la generosidad. La donación de sangre no requiere de facultades especiales; es un acto que va más allá de condiciones sociales, económicas y culturales; es una manera real, efectiva, accesible y activa de recordar que somos parte de un todo. Debería ser una muestra habitual de generosidad. La sangre es un símbolo, algo que nos es común, que todos compartimos, que circula sin barreras idiomáticas, religiosas, nacionales. Cuando la damos o donamos, sin preguntar a quién, por qué, para qué, damos o donamos, simplemente, humanidad. No hay premios por eso, no debe haberlos. "Cuando uno es generoso con la intención de recibir algo a cambio o de obtener una buena reputación o de ser aceptado, entonces no está actuando como un ser iluminado", dice el Dalai Lama. Y sugiere que, acaso, la famosa iluminación no es algo misterioso ni esotérico, que quizá sea sólo una manifestación de la generosidad.
Entre las cosas que guardo y conservo con cariño, como dice la canción, está el recuerdo del primer día en que fui a dar sangre, sin saber en qué consistía, y sin saber tampoco si me iba a doler, si me iba a desmayar  e, incluso, si debía hacerlo. Fue una noche de mi primer año de estudios universitarios, vi por televisión el llamado y, sorprendido porque era casi medianoche, llamé para ver a qué hora de la mañana tenía que ir en ayunas, según entendía hasta ese momento. Con sorpresa para mí me dijeron que era para dar ¡ya!, y se trataba de una transfusión directa a un paciente que se estaba desangrando. Ese fue mi “debut”, y desde ese día no dejé de dar sangre hasta hoy. Primero cada seis meses y luego, cuando una amiga bioquímica volvió de un Congreso y se enteró del cambio, comencé a hacerlo cada tres meses, y algunas veces, “cuando nadie se da cuenta”, cada dos o cada mes y medio. Total ya sé que a mí no me hace mal, que mi sangre no pierde calidad, y, sobre todo, que hay alguien esperándola.
Y mi alegría es mayor aún porque he logrado que dos de mis hijos comprendan la importancia que tiene este acto, y han iniciado el camino que yo algún día tendré que dejar, por imposiciones, espero, solo de edad. Estoy seguro de que así como sufriré el día que tenga que dejar de ir al colegio a dar clase, lo mismo me sucederá cuando escuche un “llamado a la solidaridad” y no pueda responder.
Es por eso que, así como más arriba hablo de que no hay premios, ni debe haberlos, y a pesar de que yo guardo con mucho cariño algunos regalos que he recibido teniendo en cuenta el sentimiento de quién me lo daba, el mayor premio que podría recibir sería ver que las nuevas instalaciones de la sección de Hemoterapia del Hospital “Sagrado Corazón de Jesús” de Basavilbaso rebalsen de gente dispuesta a dar parte de su vida en medio litro de sangre, y que lo hagan luego con habitualidad, sabiendo que eso permite al servicio tener seguridad de que el dador es sano, conocido, dispuesto y útil. Repito, como también alguna vez dije, que si se toman las precauciones necesarias uno ni siquiera se da cuenta de lo que está sucediendo. Solamente siente un pinchazo que no duele más que uno de los cortes que nos solemos hacer cotidianamente, y ve llenarse una bolsa que le dará un hálito de supervivencia a un semejante.
La intención es una fuerza poderosa. Proviene de una palabra latina que significa “tirar hacia adelante". La intención es la tendencia inicial de la mente hacia un objetivo. Es la fuerza que impregna el camino y la meta. Una historia de la tradición cristiana medieval ilustra lo que es la intención. Un viajero llegó hasta donde se realizaban unas obras de construcción y vio a dos hombres transportando piedras. Uno trabajaba con desgano. El otro lo hacía contento, entonando canciones. ¿Qué estás haciendo?, preguntó el viajero al trabajador hastiado ¿Es que no lo ves?, cargando piedras, respondió de mal humor. Se acercó entonces al otro trabajador y reiteró la pregunta: ¡Qué estás haciendo? ¡Algo fabuloso! ¡Construir una catedral!, contestó.

                                                   Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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