La sangre es la vida -
Editorial del 12 de junio de 2015
Cada semana
de estas ya casi novecientas ininterrumpidas desde 1997 en que vengo
escribiendo los editoriales de Crónica, se me plantea, por suerte, un dilema
respecto al tema a tratar, básicamente porque tengo que intentar en primer
lugar que me interese a mí, para que me motive y saque de “mis adentros” lo
mejor que tenga, pero, además, y en un mismo nivel de importancia, que motive e
interese a los lectores, teniendo en cuenta la heterogeneidad que es la característica de los mismos.
Pero esta
vez, aunque es de público y notorio que hay cuestiones de relevancia
institucional y política sobre las que tengo opinión y participación, quise
poner nuevamente sobre el tapete una cuestión que nunca termino de entender por
qué necesita tanta prensa y tanta publicidad, cuando se trata de dar vida a
alguien que la precisa. Sobre todo me irrita que haya tanta gente que está en
condiciones de hacerlo y no lo hace, pese a que en su concepción filosófica y
hasta religiosa está comprendido el concepto de ayudar al prójimo.
A esta
altura, y sobre todo porque el título ya adelanta algo, el lector habrá
advertido que voy a hablar acerca de la donación (o dación) de sangre, teniendo
en cuenta, como disparador, que el próximo domingo se celebra el Día Mundial
del Donante de Sangre.
Antes que
nada voy a explicar el porqué de la diferenciación que hago entre donación y
dación. A mí la palabra donación me suena más a caridad, en cambio el dar es
mucho más expresivo de la voluntad de servir al otro.
Hay una
anécdota que ya alguna vez creo que mencioné en este espacio, contada por médicos
y enfermeros del Hospital de Stanford, en Estados Unidos, quienes recuerdan el
caso de una nena de nombre Liz, que padecía una enfermedad extraña a la que
sólo podría sobrevivir si recibía sangre de su hermano menor, de cinco años,
que había superado el mismo mal y había desarrollado anticuerpos. Con
sencillez, le explicaron al chico la situación y le preguntaron si estaba
dispuesto. Dijo que, si eso salvaba a su hermana, lo haría. Durante la
transfusión estaban en camas paralelas. Cuando el niño vio que la cara de Liz
tomaba color, preguntó: "¿En qué momento moriré?" Había imaginado que
Liz recibiría toda su sangre y que él le donaba, en realidad, su propia vida.
Este hecho,
rescatado por Jaume Soler y Mercé Conangla, padres de la ecología emocional (en
el libro del mismo nombre), atañe a la generosidad, que el filósofo francés
André Comte-Sponville considera como la virtud del don. Cuando uno da lo que
necesitan aquellos a quienes conoce o ama, o con quienes comparte parentesco,
nacionalidad, ideología, profesión o demás atributos, uno es solidario, señala
Comte-Sponville. La solidaridad puede, incluso, hacerse notar a través de
aportes, de campañas, de festivales, o puede ser guiada por conveniencias
(mantener una amistad, una sociedad, una apariencia, una imagen). La
generosidad es diferente. Bajo su influjo se actúa en beneficio de alguien aun
sin compartir nada con él, se le hace un bien aun cuando eso pueda
debilitarnos, se da (como dice un viejo proverbio árabe) antes de que se nos
pida y, finalmente, se lo hace incluso sin que nadie se entere y sin ningún fin
ulterior (como escuchar a un cantante, ver a una celebridad, u obtener un
“bonus”). El hermano de Liz brindaba (según él creía) su vida, algo que él
mismo necesitaba. Ese es el meollo de la generosidad: el prójimo; la otredad, o
sea el otro como un individuo diferente, que no forma parte de la comunidad
propia.
En otra
página de esta misma edición mencionamos las actividades previstas en nuestra
ciudad con motivo de este Día Mundial del Donante de Sangre, y que incluyen,
por supuesto, una oportunidad para volver a dar aquellos que ya lo hicieron o
para empezar a dar aquellos que nunca se animaron ni se les ocurrió hacerlo. Pero
tengo para mí que ese lunes 15 será muy necesario como activador de la
solidaridad pero, si sólo queda en eso, el efecto puede apagarse cuando esa
misma campaña se cierre. Distinto será si despierta la generosidad. Cuando ésta
se instala, luego no necesita campañas. No hay llamados a la generosidad, como sí
los hay a la solidaridad. Tampoco al amor, sostén de la generosidad. La
donación de sangre no requiere de facultades especiales; es un acto que va más
allá de condiciones sociales, económicas y culturales; es una manera real,
efectiva, accesible y activa de recordar que somos parte de un todo. Debería
ser una muestra habitual de generosidad. La sangre es un símbolo, algo que nos
es común, que todos compartimos, que circula sin barreras idiomáticas,
religiosas, nacionales. Cuando la damos o donamos, sin preguntar a quién, por
qué, para qué, damos o donamos, simplemente, humanidad. No hay premios por eso,
no debe haberlos. "Cuando uno es generoso con la intención de recibir algo
a cambio o de obtener una buena reputación o de ser aceptado, entonces no está
actuando como un ser iluminado", dice el Dalai Lama. Y sugiere que, acaso,
la famosa iluminación no es algo misterioso ni esotérico, que quizá sea sólo
una manifestación de la generosidad.
Entre las
cosas que guardo y conservo con cariño, como dice la canción, está el recuerdo
del primer día en que fui a dar sangre, sin saber en qué consistía, y sin saber
tampoco si me iba a doler, si me iba a desmayar
e, incluso, si debía hacerlo. Fue una noche de mi primer año de estudios
universitarios, vi por televisión el llamado y, sorprendido porque era casi
medianoche, llamé para ver a qué hora de la mañana tenía que ir en ayunas,
según entendía hasta ese momento. Con sorpresa para mí me dijeron que era para
dar ¡ya!, y se trataba de una transfusión directa a un paciente que se estaba
desangrando. Ese fue mi “debut”, y desde ese día no dejé de dar sangre hasta
hoy. Primero cada seis meses y luego, cuando una amiga bioquímica volvió de un
Congreso y se enteró del cambio, comencé a hacerlo cada tres meses, y algunas
veces, “cuando nadie se da cuenta”, cada dos o cada mes y medio. Total ya sé
que a mí no me hace mal, que mi sangre no pierde calidad, y, sobre todo, que
hay alguien esperándola.
Y mi alegría
es mayor aún porque he logrado que dos de mis hijos comprendan la importancia
que tiene este acto, y han iniciado el camino que yo algún día tendré que
dejar, por imposiciones, espero, solo de edad. Estoy seguro de que así como sufriré
el día que tenga que dejar de ir al colegio a dar clase, lo mismo me sucederá
cuando escuche un “llamado a la solidaridad” y no pueda responder.
Es por eso
que, así como más arriba hablo de que no hay premios, ni debe haberlos, y a
pesar de que yo guardo con mucho cariño algunos regalos que he recibido
teniendo en cuenta el sentimiento de quién me lo daba, el mayor premio que
podría recibir sería ver que las nuevas instalaciones de la sección de
Hemoterapia del Hospital “Sagrado Corazón de Jesús” de Basavilbaso rebalsen de
gente dispuesta a dar parte de su vida en medio litro de sangre, y que lo hagan
luego con habitualidad, sabiendo que eso permite al servicio tener seguridad de
que el dador es sano, conocido, dispuesto y útil. Repito, como también alguna
vez dije, que si se toman las precauciones necesarias uno ni siquiera se da
cuenta de lo que está sucediendo. Solamente siente un pinchazo que no duele más
que uno de los cortes que nos solemos hacer cotidianamente, y ve llenarse una
bolsa que le dará un hálito de supervivencia a un semejante.
La intención
es una fuerza poderosa. Proviene de una palabra latina que significa “tirar
hacia adelante". La intención es la tendencia inicial de la mente hacia un
objetivo. Es la fuerza que impregna el camino y la meta. Una historia de la
tradición cristiana medieval ilustra lo que es la intención. Un viajero llegó
hasta donde se realizaban unas obras de construcción y vio a dos hombres
transportando piedras. Uno trabajaba con desgano. El otro lo hacía contento,
entonando canciones. ¿Qué estás haciendo?, preguntó el viajero al trabajador
hastiado ¿Es que no lo ves?, cargando piedras, respondió de mal humor. Se
acercó entonces al otro trabajador y reiteró la pregunta: ¡Qué estás haciendo?
¡Algo fabuloso! ¡Construir una catedral!, contestó.
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso
No hay comentarios:
Publicar un comentario