jueves, 26 de junio de 2014

Culpa

Culpa - Editorial del 27 de junio de 2014
Por estos días, seguramente no por casualidad sino por causalidad, estoy leyendo una novela de Ferdinand Von Schirach, un excelente escritor alemán que además es abogado penalista.
La novela se titula Culpa, me la regalaron mis hijos para el Día del Padre, y es una recopilación de casos en los que al autor le ha tocado defender, de ahí el título, precisamente, a culpables.
En las primeras páginas confiesa que solía llevar una libreta roja con anotaciones acerca de su profesión, a la que llamaba “Manual del abogado defensor”. Una de esas anotaciones dice: “la defensa es una lucha, una lucha por los derechos de los inculpados”. Eso le trae a la memoria que no siempre ha defendido a inocentes.
Miguel de Cervantes Saavedra,  en su obra “El Licenciado Vidriera” le hace decir al Lic. Rueda, luego de recuperar el juicio y cesar de ser el loco Lic. Vidriera: “Yo soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé segundo en licencias: de do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte; por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo”. Estimo que el gran Cervantes captó con fineza e inteligencia el papel del abogado, relacionándolo con el outsider de la sociedad, criticado y censurado. El citado escritor puso en boca del Licenciado el sentir de muchos abogados que somos también estigmatizados injustamente por ganarse lícitamente su sustento dentro del marco jurídico que les ha tocado en suerte.
En consecuencia, abogar es esencialmente defender a una persona, que puede coincidir en el mismo sujeto o a un tercero. Pero abogar en el campo del Derecho Penal trasciende al mero comportamiento de tomar una determinada posición frente a un eventual hecho imputado en la sociedad, pues implica la existencia de una actuación en el campo judicial específico, sin importar que se trate de un indagado, imputado o condenado. La distinción entre esas figuras jurídicas es asunto de relativa importancia frente a la dimensión jurídica de lo que representa el profesional del Derecho que aboga. Éste defiende a la persona de su cliente y su causa, pero a la vez defiende el Derecho en su más cabal sentido conceptual. Así las cosas, el reconocimiento de la injerencia judicial del rol del abogado defensor es determinante para establecer el grado de evolución de la democracia material de un país. Lo sufrimos acá en la época del Proceso, cuando se había invertido el principio constitucional, y en vez de la presunción de inocencia, prevalecía la de culpabilidad. Por eso es que decidí escribir hoy este editorial, y por eso me preocupa tanto el término “depravado” utilizado por un periodista para calificar al imputado de un delito, que es mi defendido.
Como señalaba Ernst von Beling, jurista alemán especializado en Derecho penal de principios del siglo XX, el abogado es en un auxiliar calificado del inculpado, que posee un deber de protección y de tutela del Derecho en relación a su defendido. Y, a fin de cuentas, es también un defensor material del Derecho más allá de jueces y fiscales.
Ello no significa que el abogado sea portador de la verdad ni que tenga toda la razón en su argumentación jurídica. Su interpretación y fundamentación del Derecho es tan susceptible de error como la de cualquier otro operador jurídico. También posee una eventual carga subjetiva que supuestamente podrá ser moderada por el juez en función de la actuación del fiscal. El fin del abogado no es la injusticia, ni el apartamiento del Derecho, al igual que fiscales y jueces, sino que se cumpla el Derecho de las personas. Acertadamente planteaba Ángel Ossorio en su libro “El alma de la toga” (1919) que al aceptar una defensa el triunfo de su cliente es también el de la Justicia, en tanto el cumplimiento del Derecho que le asiste, lo cual debe conllevar el lógico atributo para su ejercicio: la libertad de la práctica profesional.
Por tanto, hay ciertas cuestiones que producen urticaria al ver que regresan desde las lejanas hondonadas del pasado. Así las cosas, no se debe social ni jurídicamente exigir al abogado que delate, inculpe ni aporte información en contra de su patrocinado, como paulatinamente comienza a verse en estos tiempos en varios países. Ni tampoco es deseable que, antes del juicio, se califique al imputado de “depravado”, desde un medio de prensa.
No se debe objetar directa o indirectamente al abogado que defiende a quien haya delinquido, por más aberrante que resulte el delito, sea narcotráfico, lesa humanidad, genocidio, terrorismo, lavado de dinero, etc., porque en ese caso lo que se está cuestionando es la vigencia del Orden Jurídico, ya que el defensor es dignatario del Estado de Derecho.
Tampoco se debe criminalizar al abogado que actúa en el legítimo ejercicio de su profesión, manchándolo de forma infamante e injuriante al acusarlo de que sus honorarios están maculados por provenir de quienes han delinquido o están dubitados por ello. En multiplicidad de oportunidades el abogado que asiste al delincuente recibe honorarios con dinero que es el fruto del delito. ¿Con qué pagará el ladrón o cualquier otro delincuente económico al abogado que contrata para su defensa? ¿Pedirá prestado a un pariente o amigo?
El odontólogo extrae la muela y cobra sus honorarios profesionales sin entrar en mayores consideraciones acerca del origen del dinero del paciente. El abogado defensor vive lícitamente con el dinero que recibe por concepto de legítimos honorarios sin importar de dónde provenga el mismo, al igual que fiscales, jueces y policías justifican sus salarios porque existe la delincuencia. Es una obviedad que no se le puede devolver al abogado esto en términos de imputación delictual, porque es una manera de señalarlo y estigmatizarlo, pero es además una vía para eliminar al justiciable la posibilidad de defenderse mediante el abogado de su confianza. Por si fuera poco, es una forma inconstitucional de coartar el libre ejercicio de la profesión liberal de abogado y, pues viene al caso, de eliminar de un plumazo el sistema de garantías del Estado de Derecho.
La cuestión de la presunción de inocencia no es lo medular en este aspecto, dado que, aun ante la certeza de culpabilidad, el abogado tiene igualmente el derecho a defender y a percibir los correspondientes beneficios económicos por ello según lo ampara el ordenamiento jurídico mediante causa de justificación, así como hasta el mayor de los criminales posee el derecho a ser defendido.
El término Advocatus significa el llamado a socorrer (vocatus ad); es esa su misión y su responsabilidad primera y última dentro del marco del Derecho que le asiste, puesto que a su vez, cliente es quien solicita ayuda o auxilio, lo que en la antigua Roma hacía al patrono, cuya etimología refiere al pater. He allí el punto de arranque de la responsabilidad del abogado en cuanto a apadrinar a quien necesita ayuda en una sociedad regida por el Derecho a través de un determinado ordenamiento positivo. La ubicación del indagado o imputado en una causa criminal lo coloca en lo más degradado de la sociedad, en cuanto se pone en tela de juicio haber quizá cometido un delito.
Al defender, el abogado debe patrocinar (pater) al cliente y, deseado o no, desciende a ese último peldaño de la sociedad acompañando (cum pane: el que comparte el pan) en la litis, sabiendo que ello a veces implica soportar cierto grado de humillación por parte de terceros, puesto que el advocatus, al decir de los romanos, postula el Derecho de su defendido; lo que significa que pide aquello que hay derecho a tener.
“El miedo es la puerta que nos encierra en el castillo de la mediocridad: si conseguimos vencer este miedo, estaremos dando un gran paso hacia nuestra libertad”. Frederik Nietzche

                                                     Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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