jueves, 20 de diciembre de 2012

Quo vadis

Quo vadis - Editorial del 21 de diciembre de 2012 Quo vadis, es una locución latina que significa ¿a dónde vas? Pero no un “a dónde vas” de dirección o sitio determinado, sino más bien un “¿a dónde quieres llegar? Se nos ocurrió utilizarla para el tema de hoy, porque creemos que es todavía una respuesta que se nos debe, y a la que muchos se resisten a responder. Como para empezar a aclarar la cosa, la gestión de hechos políticos no se agota de ninguna manera en la militancia en un partido, y mucho menos en el hecho de hacerlo en los días que rodean a las elecciones. Y tampoco la participación de los ciudadanos termina con el voto, como quieren hacernos creer algunos, malintencionadamente. Esa es una visión reaccionaria y negativa de la democracia, más propia de regímenes totalitarios que de sistemas republicanos. El argumento de que el que piensa distinto tiene que esperar hasta las elecciones es falaz, ya que la realidad supera a los tiempos, y hay muchas cuestiones que no existían al momento del último sufragio o, simplemente, no tenían la gravedad y la importancia que luego adquirieron. Lo que nos quieren hacer creer es que porque elegimos a alguien para que sea nuestro representante, estamos obligados a aceptar todo lo que haga durante los años de gestión, sin opinar libremente y expresar nuestro disenso. Y eso sin ni siquiera entrar a discutir los porcentajes que obtuvieron los que ganaron y los que perdieron, y de dónde nace, supuestamente, el derecho de unos de hacer callar a los otros. Ni siquiera sirve la chicana de menoscabar el pensamiento con el fútil argumento de que si se presenta en una lista no lo vota nadie. ¿Y eso qué? Lo único que hace la democracia como sistema de elección es justamente eso: sistematizarla. Pero de ninguna manera elabora un listado de pensadores válidos o inválidos de acuerdo a la representación circunstancial que hayan obtenido, y que incluso no se sabe a ciencia cierta con qué metodologías. Sobran para ello los ejemplos de quienes, avalados por una avalancha de votos, se convirtieron en déspotas y silenciaron a todo el que osara manifestarse de otra manera. Sé que hay algunos críticos (¿criticones?) que son bastante reacios al momento de opinar, pero muy celosos en el de denostar los pensamientos de los demás. No hemos escuchados de ellos ideas esclarecedoras ni frases concluyentes. Es más, de muchos ni siquiera sabemos el nombre porque reniegan de él, casi siempre escudándose en anónimos. Así no son participes de ninguna acción creativa, y solamente ocupan lugares sin llenarlos. Y esto no es privativo de nuestro pequeño pueblo, sino que, potenciado, aparece también respecto a cuestiones de índole nacional. Pareciera que el mayor pecado de este siglo es pensar y decir lo que uno piensa, sobre todo si lo que dice y piensa no coincide con lo que dice y piensa el gobierno. Muchos de estos “opinólogos” rechazan la utilización de frases o textos de otros autores (que en esta página siempre han estado dentro del contexto y con la obligada cita de la fuente), cosa que suele hacer a menudo este editorialista. Y ya he explicado, casi hasta el cansancio, que lo hago porque si alguien escribió y describió muy bien un sentimiento o una acción, sería de necio no recurrir a esa opinión para hacernos entender. John Stuart Mill fue un filósofo, político y economista inglés representante de la escuela económica clásica y teórico del utilitarismo, planteamiento ético propuesto por su padrino Jeremy Bentham. Lo usamos frecuentemente en la cátedra de Economía y en la de Deontología, lo que presupone un cerebro amplio que le permitió pensar acerca de distintas cosas. De él, justamente, se nos ocurrió tomar casi un texto, muy a pesar de los que describimos en el párrafo anterior. "Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si, teniendo poder bastante, impidiera que hablara la humanidad. La peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana. Si la opinión es verdadera, se le priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad, y si es errónea, pierden un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”. ¡Y no es casualidad que se trate de una cita tomada de su libro “Sobre la libertad”! Sigo con un sentimiento de angustia respecto a las posibilidades de enseñar y aprender, tanto en la formalidad que da la escuela como en la informalidad que brinda la sociedad, a la luz de los comportamientos que han tenido los directamente aludidos. En uno de los casos he desistido, por el momento, de continuar la discusión. En todo caso le he brindado el espacio, justamente en la edición de hoy, a una de las personas que me expresó su coincidencia, y a quién animé a que la escribiera y la publicara. Espero, además, que sirva de aliciente para una expresión de ideas libre y con signatura. Eso era justamente lo que pretendíamos de los responsables, pero no lo conseguimos. En lo que sí no voy a cejar, de ninguna manera, es en la pretensión de que Basavilbaso ordene su problema de tránsito. Y eso porque no se trata de una simple cuestión de estacionamiento indebido, problemática recurrente en las grandes ciudades, sino que estamos hablando de riesgos para la vida y la salud de la gente, tanto por acción como por omisión, y tanto como sujetos pasivos como activos. Otra vez el sábado pasado me tocó ser testigo de una incongruencia de la cual nadie se hace responsable, y a la que intenté hacer frente con argumentaciones que voy a volver a verter acá, pensando que, en una de esas, por quedar impresas y ser leídas y releídas, terminen por hacer honor a aquella máxima de que “la letra con sangre entra”. Y lo digo no en sentido literal, porque me dolió muchísimo que luego del editorial que titulé “A quien corresponda”, mis asertos se confirmaran trágicamente. Antes de seguir voy a aclarar que acá nos conocemos todos, y no hay manera de decir lo que uno piensa sin aludir a conocidos. Entonces se debe superar la instancia de la crítica, alejándola de toda cuestión personal. Y lo dice alguien que en este pueblo hace cosas muy distintas y no mezcla ni deja que interfieran una con otras. La cuestión es, entonces, que el pasado sábado, bastante tarde, mientras paseaba a mi perro, vi como dos inspectores municipales le hacían una “boleta” a una moderna camioneta muy mal estacionada (sobre línea amarilla), en la esquina de Av. San Martín y Rogelio Gómez. La verdad es que imaginé que era una demostración de que se revertía la tendencia permisiva, por lo que decidí quedarme unos minutos observando el comportamiento de los funcionarios públicos, que, supongo, conocen el texto completo de la Ordenanza vigente, y saben que el Código Municipal de Faltas vigente (horrible, pero vigente) consta de 132 artículos, de los cuales, y solo por citar uno, el 52º tiene 27 apartados, y específicamente el Nº 11 es el que indica la penalización que corresponde al que “se encontrase estacionado en lugar no permitido”. Dado que por una cuestión profesional conozco casi de memoria el texto, que un día de estos voy a transcribir para hacer docencia, comencé a pensar en un escenario en el que, sin esforzase demasiado, los inspectores se podrían hacer una “panzada” con el inc. 1; el 3; el 7; el 9; el 10; el 14; el 21; el 22… Pero no. Parece que no es por ahí por dónde vamos. El dueño de la camioneta fue el chivo expiatorio de una noche en la que todos los otros incisos fueron incumplidos, a la vista de los inspectores, que, sabemos, aducen que no pueden pararse delante de los vehículos en marcha para detenerlos y confeccionarles el acta. ¿A dónde vamos, entonces? Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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