jueves, 5 de abril de 2012

Las Pascuas, Miguel y yo

Las Pascuas, Miguel y yo – Editorial del jueves 5 de abril de 2012
No debe ser casualidad que yo esté escribiendo este editorial el día en que se cumple un año de la muerte de Miguel. Ni tampoco que justo este año la noche del Viernes Santo es la primera noche de Pesaj.
No está de más explicar, para aquellos que no lo saben, que la Pascua judía (ese Pesaj que mencionaba más arriba) es el punto de inicio de la Pascua cristiana, en tanto y en cuánto Jesús, como judío, participó de esa última cena hace poco menos de dos mil años, última cena que sería la que se corresponde con el Seder, ceremonia religiosa familiar, una de las únicas liturgias que no se celebra en la sinagoga.
Es así que el verdadero origen de la Pascua se remonta al año 1513 antes de Cristo, cuando el pueblo judío emprendió su éxodo desde Egipto hacia la Tierra Prometida, y se conmemora cada año como recordatorio de la liberación de la esclavitud. Tan es así que la que es quizás la canción más importante de esa liturgia familiar comienza diciendo "avadim ahinu", que en hebreo quiere decir nada más y nada menos que "esclavos fuimos".
Como en todas las festividades judías, el inicio lo determina la caída de sol o la aparición de la primera estrella en el cielo. Allí se encienden las velas y con ese gesto, comienza la cena. Simbólicamente, esa luces recuerdan la creación del mundo por Dios, cuyo inicio los judíos sitúan en este mes de Nissán, el "mes de las espigas" (que coincide con marzo/abril del calendario gregoriano), pues es cuando comienza a crecer la nueva vida.
A esta altura debo decir (necesito decir) que Miguel se desvivió por darle continuidad a los encuentros corales que empezaron siendo ecuménicos y que, luego, al incorporarse la comunidad judía, pasaron a denominarse multiconfesionales, por construir "sobre las diferencias". Quizás esa debiera ser la frase que identifique su lucha por defender sus ideas respetando las de los demás.
Es por eso que quiero resaltar hoy acá las cosas que igualan a las dos festividades (la Pascua judía y la Pascua cristiana), pero también las que las distinguen, porque solamente conociendo estas y aquellas podemos construir algo firme. Ese es mi homenaje a Miguel.
Para los cristianos la Pascua es la fiesta instituida en memoria de la resurrección de Cristo. El registro bíblico dice que la noche anterior a su muerte, Jesús se reunió con sus discípulos para celebrar el Pesaj, y posteriormente instituyó lo que se conoce como la Cena del Señor y dijo a sus apóstoles "sigan haciendo esto en memoria mía" (Lucas 22:19). Incluso podemos suponer que siguió el "orden de la Pascua" (en hebreo seder quiere decir precisamente orden), es decir, la división de la cena en cuatro partes, cada una de las cuales se concluye con una copa de vino. Todavía hoy, en las casas judías, se respeta ese orden, e incluso la división en cuarto partes, que simbólicamente inician los chicos de la familia, haciendo las cuatro preguntas que identifican el por qué esa noche es distinta que las demás noches.
No me canso de decir que si nos preocupáramos en serio por saber el significado de lo que celebra el otro (esa tan difícil otredad), nos llevaríamos mucho mejor. ¡Y vuelvo a extrañar a Miguel cuando lo pienso y lo escribo!
Justamente con él (y en Él, Miguel) descubrimos un día que Cristo es el "Cordero de Dios", cuyo sacrificio libera a los hombres, mientras que para los judíos, el cordero es el animal cuya sangre en las puertas de sus casas había liberado a sus primogénitos del ángel de la muerte en Egipto. Tanto la palabra hebrea Pesaj como la latina Pascua (y la inglesa Passover) quieren decir, precisamente "pasar por encima", que es lo que hizo el ángel de la muerte al reconocer las casas de los judíos y salvarlos de la plaga. Desde aquella liberación, que precede y permite la huida por el Mar Rojo, los judíos comían el cordero tal y como les había indicado Moisés.
Más allá de los rituales, que son necesarios porque gracias a ellos perduran las festividades en el tiempo, yo creo que esta coincidencia de fechas (de las Pascuas y de la "ausencia" de Miguel) nos tiene que hacer repensar sobre los misterios centrales de la fe. Y esto solo será posible si nos comprometemos con una ferviente tarea en favor de la unidad, del diálogo interreligioso, de una espiritualidad esencialmente comunitaria, que nos lleve a derrotar al egoísmo a través de la solidaridad.
La reiteración del nombre de Miguel, (esta explicación es para aquellos lectores que no son de mi pueblo), tiene que ver con el primer aniversario de la muerte de Miguel Bernik, fundador y único director del Coro Magnificat, en el que quién esto escribe canta hace más de veinte años.
Católico militante, ex oblato de la Abadía del Niño Dios de Victoria, en esta provincia de Entre Ríos, dejó la carrera sacerdotal pero no sus convicciones. Frontal y decidido, discutió con propios y extraños (alguna vez conté acá el intercambio de opiniones, fuerte, entre él y mi padre en el Crónica de los años '60), pero también aceptó incorporar criterios innovadores, que en muchos casos conmovieron los cimientos en los que estaba parado.
El coro lo extraña, porque con él "aprendimos" a cantar. Basavilbaso lo extraña, y por estos días mucho se ha hablado de lo que significó su lucha en favor de la cultura de nuestro pueblo. La familia lo extraña porque lo amaba y él los amaba.
Pero yo quiero hablar de otras enseñanzas que nos dejó, o que por lo menos yo reconozco que a mí me las dejó. Y sé que muchas de esas enseñanzas le trajeron enormes dolores de cabeza, sobre todo en el ámbito de la comunidad organizada.
En tiempos en que mucho se habla acerca de que la abundancia de bienes proveerá la suprema y tan esquiva bendición, él entendía claramente que la relación entre opulencia material y bienestar subjetivo no era una cosa tan simple de tratar. Cuando la globalización pretende demostrarnos que en las naciones ricas se vive mejor, e intenta trasmitirnos a través de muchos de los mensajes subliminales de los grandes medios de comunicación que debemos vivir así, es notorio que en muchas de esas sociedades (nosotros lo estamos viviendo ahora, acá mismo) aumenta la insatisfacción permanente, la violencia gratuita, las enfermedades psicosomáticas, las rupturas familiares y la adicción a fármacos que hacen dormir, que despiertan, que adelgazan, que eliminan el aburrimiento y que calman la depresión. Mientras, la curva de soledad y suicidios sigue en aumento.
Es obvio que el ser humano precisa satisfacer necesidades primarias y otras de mayor sofisticación. Pero la felicidad es otra cosa.
Insisto, entonces. No me quiero quedar solo con el mensaje litúrgico de "las dos" Pascuas.
Quiero, junto al recuerdo de Miguel, profundizar un poco más en sus esencias.
En la antigüedad surgió la leyenda del rey Midas, que convertía en oro todo lo que tocaba. Esa "virtud" le permitía acceder a una infinita opulencia, y la opulencia le dejaría apropiarse de la felicidad. Pero esa presunta virtud fue su condena.
Seres de nuestro tiempo que emulan a Midas repiten el drama: saltan de entusiasmo al llenarse de oro, pero pronto se habitúan a lo que tienen, y quieren más. Para colmo, en vez de comparar su flamante situación con la pasada, lo hacen con la de los vecinos, y se sienten "tristes" cuando no pueden superarlos.
Miguel me trasmitió la idea de que la felicidad no es un estado permanente. Se parece a una onda que sube y baja.
Quienes más tiempo transitan por las alturas logran una sonrisa en el corazón.
¡Gracias, Miguel! Y Felices Pascuas
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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