jueves, 5 de agosto de 2010

¿Dónde están los que no están?

¿Dónde están los que no están? - Editorial del 6 de agosto de 2010
Días pasados se hizo en nuestra ciudad una marcha contra la inseguridad (o a favor de la seguridad, mejor dicho), motivada por un hecho cometido en perjuicio de un joven que fue atacado en uno de los accesos a Basavilbaso, y al que golpearon para robarle las zapatillas y el celular.
Dicha marcha, además de movilizar gente (poca o mucha, según se mire el vaso medio lleno o medio vacío), también tuvo el mérito de movilizar el pensamiento, ya que por el lapso de una hora, además de recorrer el perímetro de la Plazoleta San Martín, los concurrentes pudieron expresarse (aquellos que quisieron), sobre todo respecto a cuáles creen que serían las medidas de prevención y de castigo. Aunque, a decir verdad, se puso en esa oportunidad, y se suele poner casi constantemente, más el acento en lo segundo que en lo primero. Como dice una de nuestras poetas de cabecera, en este caso Sor Juana Inés de la Cruz, “sin ver que sois la ocasión de lo mismo que juzgáis”.
El reclamo se dirigió mayoritariamente hacia el Poder Judicial, haciéndolo responsable de eso que coloquialmente se etiqueta como “entran por una puerta y salen por la otra”, refiriéndose, por supuesto, a la circunstancia de que, una vez detenido el presunto autor (y decimos presunto, además de por una cuestión profesional, porque la Constitución Nacional asegura el principio de inocencia), pasan solo unas horas hasta que está nuevamente en libertad.
No pretendemos hacer de ésta página de hoy, y ya lo hemos dicho igual muchas veces ante situaciones que están relacionadas con el Derecho, una clase magistral ni una perorata acerca de los principios de la criminología. Entendemos que no es el lugar, pero además tal tema exigiría un tratamiento mucho más profundo y extenso. Solo vamos a explicar acá que existe una legislación, básicamente instalada en el Código Penal y en los Códigos Procesales de cada jurisdicción, que establece ciertos parámetros a seguir y que hace que no todos los procesados, ni todos los condenados, estén necesariamente en la cárcel.
Una de las razones tiene que ver, desde un lado de la cosa, con la imposibilidad fáctica de mantener instituciones carcelarias en cantidad y calidad. Y eso sin hablar de la problemática de los menores, que por su inimputabilidad deben ser internados en centros de rehabilitación, los que, más que pocos, son casi inexistentes. La misma Constitución Nacional también nos habla de que “las cárceles serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. Más allá del lenguaje arcaico, quienes por distintas razones, en nuestro caso puramente profesionales, han conocido una cárcel de hoy por dentro, con escasísimas excepciones, verán que todo el celo puesto en preocuparse por cumplir la máxima que establece “más vale diez culpables sueltos que un inocente preso”, es en un todo coherente con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ha sido clara y contundente al respecto: “Está más allá de toda duda que el Estado tiene el derecho y el deber de garantizar su propia seguridad. Tampoco puede discutirse que toda sociedad padece por las infracciones a su orden jurídico. Pero, por graves que puedan ser ciertas acciones y por culpables que puedan ser los reos de determinados delitos, no cabe admitir que el poder pueda ejercerse sin límite alguno o que el Estado pueda valerse de cualquier procedimiento para alcanzar sus objetivos, sin sujeción al derecho o a la moral. Ninguna actividad del Estado puede fundarse sobre el desprecio a la dignidad humana”. ¿Se entiende, no?
Las autoridades deben ser responsables de todo lo que les corresponde en nuestro país, pero a la vez los ciudadanos somos responsables de permitir lo que no queremos. Nosotros somos los que debemos exigir lo que necesitamos, pues para eso está, "supuestamente", el gobierno. Si el gobierno no se encarga de sus asuntos entonces la culpa de alguna forma recae en el pueblo porque es el que no debe aceptar la situación y es quien debe de poner un límite.
No obstante, cuando se pide “seguridad” en nuestro país nos encontramos con que, salvo (otra vez) honrosas excepciones, la preocupación excluyente radica en el temor a ser robado. Y, si bien es respetable que las personas quieran vivir en paz y sin ser asaltadas, también es doloroso el advertir que, en la preocupación sobre este tema, el interés propio ha invertido la jerarquía de los valores que deberíamos preservar.
Para que quede clara la confusión que muchas veces se da, y con la que hay que tener mucho cuidado, sobre todo a la hora de mezclar a víctimas con victimarios, para nosotros las inseguridades aludidas en primer término deben ser aquellas que afectan directamente la vida, la salud y la libertad de las personas, que en estos sistemas perversos que nos toca padecer se ven a diario privadas de poder elegir una adecuada alimentación, un eficaz servicio de salud, un razonable lugar en donde vivir, etcétera.
¿O no es también una inseguridad preocupante la de los “chicos de la calle”, que limpian los vidrios de los autos o nos entretienen en los semáforos? ¿Y la inseguridad del ejército de desempleados, que carecen de los recursos mínimos para la subsistencia básica de ellos y de su familia y tienen que deshonrarse por una prebenda conseguida a cambio de la promesa de un voto?
Cuando decimos que se corre el riesgo de confundir las causas con los efectos, tenemos en cuenta la inseguridad de las personas que viven en asentamientos o “villas de emergencia”, privadas de los servicios básicos y del correspondiente título de propiedad sobre las parcelas que ocupan, situación a la que fueron llevadas por un gobierno (allá lejos y hace tiempo) que, sin prever las consecuencias, prometió trabajo en donde no lo había, sin importarle que no iban a tener ni siquiera dónde vivir, si entendemos por eso algo más que algunos cartones y chapas agujereadas. ¡Es claro que de los lingotes de oro que rebalsaban el Banco Central “ni ahí”, como se dice ahora!
Las cosas hay que decirlas como son, y aquellos que han sido responsables deben asumirlo.
También es inseguridad la de las innumerables personas que trabajan “en negro” y que por ello no tienen acceso a los servicios de salud que brindan las obras sociales ni a la posibilidad de obtener, algún día, la jubilación. Esas personas a las que se les paga todavía hoy, en el siglo 21, con vales o sucedáneos electrónicos, y a los que se les hace firmar recibos truchos por las cantidades que corresponden legalmente, y luego les quitan una parte sustancial, bajo la amenaza de dejarlos sin empleo.
Entonces, cuando hablamos de inseguridad, preocupados por nuestros bienes, debemos saber que en nuestra sociedad (por lo menos en teoría) la vida, la salud y la libertad constituyen valores muy superiores a la protección de la propiedad. Y tanto es así que la ley le permite al Estado apropiarse, por la vía del impuesto, del 33% de nuestros ingresos, pero sería aberrante e inconstitucional que pretendiese apropiarse de un porcentaje de la vida, de la libertad o de la sangre de los ciudadanos, como se hizo durante el Proceso. ¿Queremos eso otra vez?
Alguien expresó el sábado su preocupación respecto a que ese fuera un acto político. Y nosotros discutimos, por lo contrario, para que así lo fuera. No partidario, pero sí plenamente ocupado en lograr el bienestar general, que es el bienestar de todos. Los que tienen y los que no tienen.
Un concejal decía, por estos días, y creemos que generalizando peligrosamente, que "desgraciadamente nuestra juventud no tiene ejemplos a imitar". Y eso no es cierto. ¡Vaya si hay ejemplos para imitar! Lo que pasa es que no tienen prensa, porque una “botinera” vende más que una estudiante que está próxima a recibir su título universitario, o un futbolista de éxito consigue más cartel que el joven que, con esfuerzo, lleva todos los días el pan a su casa.
Hay ejemplos para imitar, Daniel. Ocupémonos de realzarlos y vas a ver cómo, de a poco, y aunque nos cueste una generación, como dice Cacho Castaña en su “Septiembre 88”, ¡Vamos a salir adelante!
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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