jueves, 12 de agosto de 2010

Los hijos de San Martín

Los hijos de San Martín - Editorial de 13 de agosto de 2010
Tantos años de decirnos que el Libertador es el “Padre de la Patria”, nos han llevado a intentar este ensayo respecto a saber si en verdad nos merecemos ser sus hijos, sobre todo a la luz de algunos acontecimientos que se desarrollan por estos días.
Entre los legados de un padre, sabemos, están ubicados en primer lugar los valores. Y nos referimos, obviamente, a los que no tienen apreciación monetaria, pese a que muchos opinen que son los mensurables en dinero los que debemos preocuparnos en dejarles a nuestros hijos. ¡Y así estamos!
Pero no queremos hablar de paternidades sanguíneas sino de las patrióticas, que es en ese sentido en el que le dimos el apodo a San Martín.
Y contestes con eso, y con el principio de que los cargos y las responsabilidades públicas son un servicio, transitorio, para servir a los demás y no para servirse de ellos, es que dudamos en asegurar que hayamos sido buenos hijos suyos.
Estamos siendo testigos de un afán tremendo de perpetuación en el poder, tanto por parte del matrimonio presidencial, que encontró en esa unión conyugal la manera de burlar la cláusula constitucional que la prohíbe, imaginándose un gobierno que per secula seculorum los instale a ambos en el sillón de Rivadavia, cuanto por nuestro gobernador Urribarri y quien lo convirtió en su delfín. El actual quiere la reelección, mientras que Busti pretende ir por su cuarto mandato en menos de treinta años.
Hace un rato, mientras comenzábamos a pergeñar esta página, luego de un día intenso, un pequeño amigo (casi un hijo postizo) nos hacía algunas preguntas para el colegio, que nos dan pie ahora para retomar el hilo y demostrar por qué estamos en contra de los iluminados que pretenden hacernos creer que el “después de mí el diluvio”, o el más famoso, todavía, “el Estado soy yo”, ambos asertos (y eso no es casualidad) de Luis XIV, que ejerció un poder absoluto, son todavía posibles hoy, en pleno Siglo XXI.
Cuando tenemos la suerte de enseñar Historia, esto es siempre y cuando no haya un compañero con título docente para tomar las horas (respetuosos, como somos, de las incumbencias profesionales), solemos insistir con la importancia de conocer el pasado, principalmente para no repetir los errores que otros ya cometieron, casi más que para imitar los aciertos.
Compartimos, entonces, con ustedes un relato que nos parece sumamente didáctico y descriptivo de la realidad que pretendemos trastocar.
Hacia el año 458 antes de Cristo, un sorpresivo ataque de un pueblo bárbaro llamado Euco, logra sitiar a todo un ejército romano. El terror se apodera de la ciudad y se decide nombrar dictador (que por aquellos tiempos no tenía nada de trágico sino que consistía en una magistratura extraordinaria de seis meses de duración a la que, por supuesto, Jorge Rafael Videla no le hizo honor) a Lucio Quincio Cincinato.
Una delegación senatorial va en su busca y lo encuentra arando el campo (¡no viaticando en la Unasur!). Cincinato acepta el cargo, viste la toga, arma un ejército, vence a los eucos, vuelve en triunfo a Roma…y renuncia a la dictadura.
La leyenda dice que todo esto ocurrió en solo veinticuatro horas, aunque parezca demasiado para ser verdad. Historiadores más serios y más creíbles hablan, en cambio, de dieciséis días, al cabo de los cuales Cincinato vuelve a su arado.
Más de veintidós siglos después, George Washington, al renunciar a una tercera postulación a la presidencia de los EEUU, fue llamado “el Cincinato americano”, y dijo, en palabras que tradujo del inglés Manuel Belgrano (¡eran otros prohombres aquellos!), “miro con gustosa anticipación mi retiro, dónde me prometo realizar el dulce placer de participar, en medio de mis conciudadanos, del influjo benigno de las buenas leyes bajo un gobierno libre”.
Hasta aquí llegamos con las transcripciones históricas, que demuestran claramente que la virtud cívica consiste en comprender que la ocupación del poder es siempre transitoria, ya que no pertenece a quien ocupa el cargo, sino al pueblo que lo ha elegido, momentáneamente, como su representante. ¡Cuánto les cuesta entender esto a algunos!
Hoy aquellos que nombramos más arriba, con éxitos y fracasos, confunden méritos personales con necesidades públicas, ambiciones particulares con apetencias sociales, derecho de propiedad con comodato (préstamo de uso) y, lo que es peor, gloria propia con vocación de servicio.
Nada tiene que ver la minúscula biografía de cualquier político con la vida de los pueblos. No tenemos buenos recuerdos de los que amaron el poder al punto de no querer abandonarlo (Franco, Stalin, Somoza, Pinochet), porque ese retrato altivo que mostraban mientras gobernaban se convirtió en una caricatura desdibujada de la que nadie quiere saber.
En cambio San Martín, “el inventor de América”, cuando fue propuesto por unanimidad, en medio de la campaña libertadora, como Director Supremo de Chile, en un discurso memorable, y perfectamente adaptado a las circunstancias, expuso las razones que tenía para no aceptar el mando político y su firme resolución de cumplir este propósito, convencido como estaba de que así servía mejor a los intereses de la revolución y de la Patria.
Poco tiempo más tarde, al ser nombrado Ministro Plenipotenciario (una especie de embajador, y acá recordamos otra vez la Unasur, por lo menos para apreciar la diferencia), expresó, textualmente, aunque nos y les asombre: “Si solo mirase mi interés personal, nada podría lisonjearme tanto como el honroso cargo a que se me destina…pero faltaría a mi deber si no manifestase igualmente que enrolado en la carrera militar desde la edad de 12 años, ni mi educación ni instrucción las creo propias para desempeñar con acierto un encargo de cuyo buen éxito puede depender la paz de nuestro suelo. Si una buena voluntad, un vivo deseo del acierto y una lealtad la más pura fuesen sólo necesarias para el desempeño de tan honrosa misión, he aquí todo lo que yo podría ofrecer para servir a la República”.
Y como si esto fuera poco, nuestro Padre de la Patria, finalmente, en Guayaquil, al entregarle todo el poder a Bolívar, a quién creía más capaz (y con más salud) para terminar la tarea emancipadora, nos deslumbra con esto que ya querríamos escuchar hoy de algunos de nuestros próceres con pies de barro:
"Mis promesas para con los pueblos en que he hecho la guerra, están cumplidas; hacer su independencia y dejar a su voluntad la elección de sus gobiernos. Por otra parte, ya estoy aburrido de oír decir que quiero hacerme soberano. Sin embargo, siempre estaré pronto a hacer el último sacrificio por la libertad del país, pero en clase de simple particular y no más”.
El Himno a San Martín, que ya casi no se canta (y no sabemos por qué), dice en una de sus estrofas, en una suerte de oración laica que los que pretendemos, como dice el título, ser sus hijos en la Patria, deberíamos obligarnos a cumplir:
¡Padre augusto del pueblo argentino,
héroe magno de la libertad!
A su sombra la Patria se agranda
en virtud, en trabajo y en paz.
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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