viernes, 2 de julio de 2010

194, y no 200

194, y no 200 - Editorial del 2 de julio de 2010
Estamos comenzando a escribir estas líneas justo cuando se están cumpliendo 195 años del Congreso de Oriente, hecho histórico poco conocido que constituyó la primera declaración de independencia en nuestro país, el 29 de junio de 1815, en la para nosotros cercana ciudad de Concepción del Uruguay.
Al Congreso de Oriente asistieron representantes de todas las provincias que integraban la Liga de los Pueblos Libres (Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Santa Fe, Córdoba y la Banda Oriental), convocados por su Protector, José Gervasio Artigas, en el marco de un proceso emancipador y fundacional para la historia del federalismo en nuestra región, donde se consolidaron tempranamente los valores democráticos de soberanía popular, autonomía provincial y, como dijo el propio Artigas, "la libertad en toda su extensión imaginable".
Pero más allá de ello, y luego de haber hecho el rescate histórico que el mismo se merece, vamos a entrar a desentrañar el porqué de la afirmación que hiciéramos hace unos meses, referida a nuestra opinión respecto a que el Bicentenario de nuestra Patria debe conmemorarse en 2016, más precisamente el 9 de Julio.
La realidad previa a 1816, para los argentinos que todavía no se llamaban así, era muy distinta a la de los días de Mayo. Ahora se sabía que España preparaba la mayor expedición transoceánica que se hubiera conocido (similar a la que muchos años después no pudieron predecir los generales de Galtieri cuando Malvinas). San Martín vaticinaba que de no atacarse a los españoles en los dos años inmediatos ya no sería posible vencerlos. No quedaba otra que hacer lo que hicieron: ir a la patriada, al puro corazón, atrás de un acto grande y de una palabra breve.
Cuando éramos chicos, el relato de aquella mañana en que Narciso Laprida dispuso que se preguntara a los congresales reunidos en una casona tucumana si querían “que las Provincias Unidas del Río de la Plata fuesen una Nación libre e independiente de los reyes de España y de la metrópoli” nos embargaba de patriotismo, acaso todavía sin saber lo que esa palabra significaba. Y más todavía si la historia venía en forma de pequeña y escolar obra de teatro, ya que el sí estruendoso, mezcla de grito y de aplauso, ganaba el alma y el corazón de cada uno de nosotros.
Ya de grandes, a medida que íbamos conociendo las circunstancias que en verdad rodearon esa mágica mañana de julio, empezamos a descubrir que la sensación de peligro les despertó el coraje a esos hombres que viajaron largas horas de largos días desde sus provincias hasta Tucumán, y les hizo acelerar la inminencia de lo que sería un “acto creador”.
Nosotros insistimos con la idea de un Bicentenario en 2016 porque fue por esos días, y no seis años antes, que estuvimos a punto de ser monárquicos para no irritar al invasivo fantasma europeo. Y aunque por esos tiempos nada sabíamos todavía de los “pueblos originarios”, muchos congresales alimentaron esperanzas de coronar a algún cacique incaico.
A pocos años de la Revolución de Mayo, el verdadero “riesgo país” era absoluto, y no sólo económico. Las provincias se hacían y se deshacían en un todo de acuerdo con el voluntarismo cerril de sus caudillos, mientras el Directorio perdía autoridad y Carlos de Alvear, su Director Supremo, llegaba hasta a ofrecer entregar la Patria en ciernes a la Gran Bretaña. Imperaba la anarquía y enfrentábamos a los españoles sin ser todavía independientes. Tanto era así que desde Mendoza San Martín reclamaba: “¿hasta cuándo esperaremos?”.
De ahí, entonces, que la Declaración de la Independencia haya sido, como fue, un golpe de luz; casi un milagro. Porque pese a lo heterogéneo de su origen, los congresales no vacilaron en lo esencial y dieron el paso que había que dar.
Teniendo en cuenta la cantidad de piezas sueltas que tenía la maquinaria política y social por aquellos tiempos, no es posible imaginar un nacimiento que se asemeje al de 1816.
Pero, además, y quizás mucho más trascendentemente, en aquél 9 de Julio ahora tan lejano, los argentinos comenzamos a forjarnos los contenidos básicos de nuestra identidad. ¡Hacer una Patria de aquella heredad infecunda, de aquél espacio que por entonces era sólo desierto! Y, para colmo, al otro día, a pocas horas de la Declaración, Pueyrredón, el nuevo Director Supremo, y José de San Martín, revisaron los detalles (tenían más pobrezas y dificultades que otra cosa) y resolvieron el ataque al Imperio a través de algo que sonaba más insólito que las batallas del Quijote contra los molinos de viento. La idea que “tiraron” sobre la mesa era cruzar los Andes y atacar. ¡Así de simple! ¡Ojalá muchas otras veces como ahí en la Argentina hubiese triunfado la dignidad por sobre el cálculo!
Ahora, a casi doscientos años (nótese que decimos casi), todo cambió. La tierra está dominada, fruto de la inmigración europea. Las galeras en las que se trasladaron los congresales a Tucumán son ahora aviones en los que se cruza el país en dos horas.
Pero, a pesar de todo, enmarañados en una serie de posibilidades mal conducidas, estamos desalentados. Como dijera alguna vez Germán Sopeña “los argentinos no perdemos la oportunidad de perder la oportunidad”.
Nos permitimos el inconsciente lujo de comparar una crisis financiera con un bombardeo atómico. Tenemos todo lo externo y una voluntad casi religiosa de vivir, pero no sabemos ordenar la marcha. Inmaduros, oscilamos entre la exultación vana (que muchos experimentan hoy a favor del kirchnerismo), y la queja aún más que vana. Despreciable.
Sin ir más lejos, a ocho años de las muertes de Kosteki y Santillán, los actores de ese drama pretenden hacernos creer que nadie estaba ese día en donde estaba. Ni Duhalde, motor de aquel operativo de represión, hoy lanzado a la Presidencia; ni Felipe Solá (entonces gobernador bonaerense y ahora también candidato); ni Alfredo Atanasof (por entonces jefe de Gabinete y hoy vocero de Duhalde), ni el actual jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, también por aquellos tiempos funcionario del caudillo de Banfield.
Y otros, en la supuesta vereda de enfrente, intentan convencernos de que son “el mal menor”, ocultándonos los negociados, el dinero de Santa Cruz, las inversiones fantasmas en El Calafate, las coimas en Venezuela, las campañas financiadas con los medicamentos truchos, etc.
La travesía que ahora nos toca encarar es otra, ya que el desierto (por lo menos aquél desierto de tierra) hoy ya no existe. Pero ahora el terreno que parece sin cultivo es nuestra mente, capaz de receptar mentiras sin advertirlas, repitiendo hasta el cansancio la alternativa fatal de tropezar, una y otra vez, con la misma piedra.
Hablamos de Bicentenario, pero le tememos a la cultura, a la democracia y a la libertad. Si esto fuera un balance contable, indudablemente que el rojo del debe sería demasiado abultado.
Aquellos hombres con nada hicieron todo. ¿Es posible que nosotros, que tanto nos jactamos de la Patria y de la estirpe (por lo menos en los discursos), teniéndolo todo no nos animemos a nada?
Entre las cosas que de chicos pudimos leer, por obra y gracia del consejo de nuestros padres, está la genial “Los Miserables”, de Víctor Hugo (no Morales). De esa inmortal obra extraemos una frase para el final:
“Los que dejan que los humillen por temor o facilismo perpetúan no sólo su propia humillación, sino la de sus descendientes. No comprenden que mientras más se dobleguen más los doblegarán. Al contrario, aquellos que no aceptan que los humillen y que no entregan sus conciencias, aunque anden desnudos y tan sólo coman mendrugos de pan, son mucho más dignos que los que se visten de seda a expensas de sus conciencias".
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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