jueves, 1 de abril de 2010

Hechos, no palabras

Hechos, no palabras - Editorial del 1 de abril de 2010
Con las celebraciones propias del Domingo de Ramos, que memoran la triunfal entrada de Jesús en Jerusalén en los días previos a su condena y crucifixión, comenzó para los cristianos el período anual que invita a reflexionar sobre los misterios centrales de la fe y que culminará el domingo con la fiesta máxima de la Pascua de Resurrección.
Casi paralelamente, como no todos los años sucede, la comunidad judía está celebrando el Pesaj, una de las festividades centrales del pueblo judío. Es la fiesta de la primavera y la fiesta de la libertad. El mensaje central es de esperanza y renovación: así como la naturaleza florece en la tierra de Israel en esta época, así también hace el pueblo hebreo, y se establece el pacto entre Dios e Israel, acuerdo que agrupa a todos, y no solo a algunos.
Pesaj es el verdadero origen de la Pascua, y se remonta al año 1513 antes de Cristo, cuando el pueblo judío emprendió su éxodo desde Egipto hacia la Tierra Prometida.
En la víspera de primer día se comen hierbas amargas mojadas en vinagre, para recordar la tristeza de la servidumbre. Y se entonan cánticos que hacen alusión a las diez plagas de Egipto. Durante los siete días posteriores al 14 de Nisán, mes del calendario judío correspondiente a marzo-abril del calendario gregoriano, el pueblo de Israel solo come pan sin levadura (no fermentado) al que se denomina “matzá”.
Como decíamos más arriba, para los cristianos la Pascua es la fiesta instituida en memoria de la resurrección de Cristo. El registro bíblico dice que la noche anterior a su muerte, Jesús se reunió con sus discípulos para celebrar el Pesaj. Posteriormente instituyó lo que se conoce como la “Cena del Señor”, y dijo a sus apóstoles “sigan haciendo esto, en memoria mía” (Lucas 22:19). La Cena del Señor debería celebrarse una vez al año y con ella se conmemoraba la muerte de Cristo.
Entendemos, entonces, justificando las coincidencias, que aunque el significado sea diferente para unos y para otros, lo cierto es que nadie escapa a la celebración de la Pascua, porque más allá de lo sagrado o lo profano, constituye una sorprendente unión de ritos, culturas, creencias y leyendas del imaginario y de la realidad.
Y volviendo, entonces, a aquél pasado común, debemos recordar que el Seder, que es la cena de Pesaj, está construido bajo el mandato: “Y le contarás a tus hijos”, porque si no hay trasmisión intergeneracional no hay historia, no hay memoria, no hay vida.
También enseña esta Pascua que es de todos, que la liberación no se consigue sin lucha, y que en este caso un Faraón con el corazón endurecido, que nos demuestra la dureza de los opresores en ceder a la libertad, hace que deba haber diez plagas antes de lograr salir de Egipto.
En un mundo tan angustiado, que vive en un presente tan epidérmico, insustancial y achatado, cuando pensamos que no hay futuro y posibilidad de transformación, la Pascua viene con un poderoso mensaje de renacimiento y esperanza: la redención es posible en este mundo. Los judíos creemos que la Historia tiene un sentido, y que, por eso, la lucha por la libertad es parte de esa búsqueda.
Todo verdadero proyecto espiritual debe ser, ante todo, un proyecto colectivo. No puede ser la salvación de un alma individual. Por eso el proyecto espiritual del judaísmo es (¡debe ser!) comunitario. El éxodo es la salida de todo un pueblo de esclavos, y por eso hay esperanza para todo el género humano.
Pesaj plantea el nacimiento del pueblo de Israel, y un pueblo que pasa a vivir a través de un pacto, de una alianza con Dios, que le da fuerza para seguir adelante a pesar de los golpes, a pesar de las tragedias.
La Pascua nos enseña que la libertad no es todavía un logro de todos: el hambre y la miseria siguen encadenando a millones de personas en todo el mundo. También a muchos les falta la “libertad para…”, que involucra no solo la libertad contra la opresión, sino también la libertad para hacer una vida creativa.
EL título que elegimos para hoy, y la temática, tiene que ver con nuestra convicción de que el propósito de nuestra vida excede en mucho a nuestros propios logros personales, sobre todo si estos son de contenido material.
La búsqueda de un propósito por el cual vivir ha intrigado a la gente por miles de años. Esto ocurre porque solemos empezar por el punto de partida errado: nosotros mismos.
Enfocarnos en nosotros mismos nunca podrá revelarnos el propósito de nuestras vidas. No nos creamos a nosotros mismos, y por eso no hay manera de que sepamos para qué fuimos hechos.
Hay quienes suponen que la esperanza está limitada únicamente al avance de las ciencias y de la tecnología, pero olvidan que a eso hay que agregarle, necesariamente, valores sociales y éticos, sin excluir los valores religiosos, especialmente aquellos compartidos por las religiones que profesa una gran parte de la humanidad.
Enseñamos siempre a nuestros alumnos que la palabra “religión” indica, en principio, la necesidad de “volver a atar” algo que está suelto. Estamos convencidos, entonces, de que las sociedades religiosas ofrecen un particular canal de comunicación entre las personas, a través de las tradiciones morales y sociales. Otorgan a los creyentes los fundamentos de una visión humana no impuesta desde afuera, sino a través de las convicciones de su propia fe. La conexión entre religión y paz es una base muy segura para la esperanza de un futuro mejor para la humanidad.
Las celebraciones cristianas y judías de estos días nos trasmiten un mensaje: buscar lo mejor de nosotros mismos, hallar una feliz convivencia y mayor compromiso con el prójimo, porque esto conlleva un renacimiento espiritual y el enaltecimiento de una actitud moral de comprensión de las diferencias.
Nosotros abogamos desde la acción por el diálogo, llevado adelante en la franqueza de las diferencias. No un genérico y “romántico” abrazarnos, sino un diálogo que no oculta las dificultades y, justamente por eso, está destinado a suavizar asperezas e incomprensiones, en el profundo respeto y escucha del otro.
Sin confusión, pero tampoco con intolerancia y separación, en la libertad del intercambio, cada uno puede redescubrir la raíz de paz que está arraigada en lo más profundo de cada credo religioso. ¡Y gracias a eso hemos construido grandes amistades!
Estamos próximos al Bicentenario de nuestra Patria. Y uno de los pilares de la construcción de la Argentina fue, sin dudas, la fe religiosa. La libertad de cultos de la que ejemplarmente gozamos en nuestro país nos debe comprometer a todos los creyentes y a los que sabemos el valor que para la sociedad y para la dignidad del hombre tiene lo religioso, a construir una “patria de hermanos”.
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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