viernes, 23 de abril de 2010

El tiempo del miedo

El tiempo del miedo - Editorial del 23 de abril de 2010
El pasado 19 de abril se conmemoró, en forma de “Día de Convivencia en la Diversidad Cultural”, el recuerdo de la jornada en que, en el año 1943, comenzó el histórico Levantamiento del Gueto de Varsovia, en nombre de la dignidad humana.
Los combatientes resistentes, un puñado de jóvenes judíos, eligieron enfrentar a la Alemania nazi y morir peleando. Dejaron para las generaciones futuras un mensaje de esperanza y mostraron que la relación de fuerzas entre hombres y ejércitos, más que una simple ecuación matemática, es una cuestión ética.
Y decimos “resistentes” no por una mera ocurrencia, sino como contrapartida necesaria de la masacre, si es que uno quiere conservar aunque sea un atisbo de esa dignidad de la que hablábamos más arriba, y que tiene mucho que ver con la frase que se le atribuye a la revolucionaria Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, que se destacó como dirigente política en la Segunda República Española y en la Guerra Civil.
“Más vale morir de pie que vivir de rodillas”, dijo. Afirmación rotunda y contundente que permanece hoy viva en muchos de los que valoramos la vida, la justicia y la igualdad entre los hombres.
El concepto tiene más vigencia si comprendemos que lo que sucedió en los campos de concentración nada tuvo que ver con la guerra en sí. Los muertos no lo fueron por las armas sino por procedimientos sin precedentes en la historia del hombre.
Hitler y el nazismo produjeron la ruptura de valores que conllevaron la recaída de la sociedad civilizada en la barbarie. El mundo admitió la violencia desenfrenada mientras dejaba, hacia adelante y como esperanza, la misión de encontrar los medios para vencer el fanatismo, evitando que la humanidad caiga en la inhumanidad.
Esta conmemoración, que de hecho ya pasó (fue el lunes de esta semana) pero que por estar instaurada por ley se repite todos los años, requiere básicamente respeto, para que la convivencia sea real y efectiva. Respeto que significa conocimiento que integra al otro, al distinto, al diverso, aun sabiendo que ningún régimen funciona sin una defensa a las diferencias de grupos y un ataque a las diferencias de clase.
Convivir es fortalecer la participación comunitaria y ser responsable ante el otro. Es salir del mundo de los hechos y entrar en el de las formas morales y jurídicas. Supone el respeto a reglas asentadas en la libertad, porque, paradójicamente, “para ser libre hay que ser esclavo de la ley”.
Los argentinos sabemos, sobre todo después de los hechos que comenzaron en la década del ’70, que no es posible edificar una cultura de respeto al otro sólo con dolor y pérdida. La suma de los intolerables no los hace tolerables, ni los rechazos generan el conocimiento que lleva a vivir en una humanidad mejor.
A 65 años del final de la Segunda Guerra Mundial todavía es necesario explicar lo que sucedió, porque hay quienes intentan deformar la realidad.
Es tal la enormidad del genocidio, por más que haya todavía quienes lo nieguen, que a algunos “estudiosos” solo se les ocurre pensarlo como un plan premeditado y aplicado con lógica despiadada por una mente criminal. Para ellos todo, desde “Mi Lucha” hasta la “solución final”, pasando por la Noche de los Cristales Rotos, fue obra personal del Fürer.
Quienes disentimos con esta interpretación consideramos que la ideología antisemita del nazismo se convirtió en una máquina de exterminio por la confluencia de un conjunto de factores, que se pueden volver a dar juntos, y que de hecho, aunque en menor escala, se volvieron a dar.
Esos factores son, entre otros, la pasividad de la mayoría de las víctimas que desconocían su destino final, la indiferencia que exhibieron diversos sectores de la sociedad europea, la conquista, por parte de los nazis, del aparato del Estado en 1933, y la guerra que desde 1939 sirvió de pantalla para ocultar los procedimientos finales de aniquilación. A esto hay que agregarle, si queremos tener en cuenta, como solemos decir, que cada vez que se mezcla tierra y agua sale barro, que las formas burocráticas de manejo de la política y de las instituciones, también condujeron a la Shoa.
Y conste que igualmente ponemos entre los factores funestos que nos acercan peligrosamente a una repetición de los hechos que condenamos, a la falacia de disfrazar el antisemitismo con subterfugios tales como “antisionismo” o “antiisraelismo”, neologismos cuyo uso es incluso propiciado desde sectores del mismo judaísmo, en forma de árbol que no deja ver el bosque. Y el bosque, en este caso, es un odio primitivo, cerril, contra los judíos.
El antisemitismo se torna a veces tan profundo que hasta personas de honrada conciencia ignoran haber sido invadidas por su veneno. Son esos que, ante la menor insinuación, dicen “yo tengo un amigo judío”. O, peor, “mi mejor amigo es judío”. ¡Pobre amistad la suya si advierte la diferencia!
Hay muchos que abominan de “cualquier forma de discriminación”, pero se ponen reticentes cuando de condenar el antisemitismo se trata, pese a que es la más vergonzosa, aberrante, antigua e inmoral que existe. ¡Y eso se da aún a nivel de las grandes organizaciones de derechos humanos!
El cultivo del odio religioso, étnico y cultural se ha tornado “familiar” en estos tiempos. Es una afrenta a la dignidad del hombre, pero es una afrenta que crece. Por un lado muchos expertos tratan de entender un fenómeno tan despreciable, pero por el otro es necesario ponerle una barrera maciza, eficiente, lo que no siempre ocurre.
Y ojo que nosotros reconocemos también las propias culpas institucionales. Nunca nos cansaremos de decir que se da más fácilmente la opción de recordar hechos históricos del judaísmo, ocurridos hace milenios, pero que contienen ingredientes de fiesta y regocijo, que la de tener un tiempo de reflexión ante hechos dolorosos ocurridos casi, casi, coetáneamente con nuestras propias vidas.
Cuando se hacían en Basavilbaso los actos que recordaban el Día del Holocausto (hoy rebautizado Shoa, pero el nombre es lo de menos), se prendía una vela por cada millón de muertos (seis fueron los millones) y se cantaba el Himno de los Partisanos, un texto de Hirsch Glick que fue escrito después del primer acto de sabotaje realizado por la resistencia judía del gueto de Vilna, contra las vías de comunicación alemanas, en 1942.
Esos dos hechos, el encendido de las velas y el canto, denunciaban con el valor de miles de gargantas gritando juntas, que no debemos perder la memoria.
Ciertamente estamos recorriendo un camino que todavía no ha alcanzado su meta. Pero a esto hay muchos que no lo ven, o que se niegan a verlo.
Es necesario que también los judíos hagamos un lugar para nuestro propio arrepentimiento y nos demos cuenta de que, acostumbrados a las persecuciones desde tiempos inmemoriales, quizás no tengamos un momento disponible para mirar al otro como a un igual.
La última estrofa del Himno de los Partisanos debería ser también un canto de todos; un canto por la humanidad. ¡Pero sin hipocresía!
Nunca digas entonces que vas por tu último camino
aunque los días azules se oculten tras cielos plomizos;
todavía ha de llegar el momento soñado
y resonará nuestro paso: ¡aquí estamos!
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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