viernes, 30 de octubre de 2009

Emparejar para abajo - Editorial del 30 de octubre de 2009
La pasada semana publicábamos un artículo que, bajo el vanidoso nombre "Lineamientos políticos y estratégicos de la educación secundaria obligatoria" tiene el supuesto objetivo de reformar la escuela secundaria para evitar la "expulsión" de los alumnos del sistema educativo.
Según el ministro de Educación de la Nación, Alberto Sileoni, la principal meta es que "el alumno que ingresa debe egresar".
Por supuesto que no se rompieron mucho la cabeza para imaginar soluciones de fondo al problema, sino que, otra vez, apelaron a viejas mañas demagógicas que no son ni siquiera un esbozo de gatopardismo, porque no es que cambien todo para que no cambie nada, según el conocido axioma, sino que cambian todo para peor.
En vez de tratar de lograr que los alumnos mejoren su nivel, a estos genios se les ocurrió que el "nuevo" sistema educativo incluya la posibilidad de que los alumnos puedan dejar previas para el próximo año más de dos asignaturas.
Otra de las "innovaciones" es la convicción de que la evaluación no puede constituir, por principio, una herramienta de expulsión o exclusión del sistema, y acá queremos detenernos un poco.
En esta misma edición publicamos una noticia que tiene que ver con la premiación de la excelencia, medida a través de las notas logradas en un título universitario, y, mientras eso sucede en ese ámbito, y nadie discute que aquél alumno que tiene mejores notas tendrá mejores posibilidades de acceder a los mercados laborales y académicos, nosotros todavía seguimos perdiendo el tiempo en meras cuestiones idiomáticas que, en la confusión, generan una actitud de emparejar, pero hacia abajo.
Antes con años, como decía mi abuela, se clasificaba. Lo que significaba dividir a los alumnos en diferentes clases o categorías de seres, inteligencias o comportamientos. Luego "progresamos" y empezamos a calificar. Era lo mismo, pero sonaba mejor, más humano, menos mecánico. Más tarde surgió el último grito en el respeto al alumno, que de eso aparentemente se trata, y así fue como entramos en la era de la evaluación.
Entonces, mientras les permitimos a los alumnos llevarse más previas, nos seguimos preguntando cómo nos está yendo en educación.
Y, sincerémonos, el resultado viene bastante magro, y la cosecha es de calidad bastante criticable. ¿Qué nos falla? Nos fallan las matemáticas y el lenguaje. ¿Y por qué justamente esas asignaturas y no otras? Nadie responde.
Matemáticas y lenguaje llevan una carga tradicional (casi desde siempre) acerca de su relevancia en el desarrollo intelectual de una persona, y así el resto de la currícula sigue siendo una incógnita, un decorado, un encuadre para que las divisiones y las oraciones subordinadas puedan sobrevivir. A la hora de evaluar la educación, el que no distinga entre sujeto y predicado tendrá un futuro imperfecto.
Hemos dicho muchas veces acá, y en los ámbitos educativos correspondientes, que de la Ley Federal de Educación en adelante, o mejor deberíamos decir desde el Congreso Pedagógico, a la escuela argentina le entró la manía del verbalismo para expresar y demostrar teorías. Pese a que René Descartes dijo que las ideas han de ser claras, acá se empeñaron en complicarlas creyendo que eso les daba título de contenido, sin ver que solo lograban ocultar su propio vacío.
Nosotros hace mucho que sostenemos que a la escuela se va a estudiar. O, si Ud. quiere, a aprender. Y los maestros están para enseñar, siempre y cuando se les pague lo que les corresponde y lo que valen.
Pero, para completar, los padres deben apoyar esta acción, de cerca, con amor, y con acción en sus propias casas, explicándoles a los hijos que van a la escuela a aprender, a absorber cultura, requerimiento elemental de la sociedad humana.
Y las autoridades educativas, en vez de dedicarse a hacer números pensando cuánto van a ganar descontándoles a los docentes los días de huelga, deberían abocarse a una especie de abstinencia lingüística para poner todo el esfuerzo en descubrir qué necesitan estudiar nuestros hijos y, de paso, sacrificar demagogias acerca de la escuela "atractiva, simpática, interesante, divertida".
Jamás un balance o un estado de resultados serán divertidos para los alumnos. Y mucho menos los logaritmos o la Constitución Nacional. Pero ese no es el objetivo final de la educación, así que no debemos preocuparnos.
Y contra esto conspira el criterio expresado por el Ministro de Educación de la Nación, que dice que "tenemos que romper la representación de que la escuela secundaria es para pocos y selectiva. Se trata de pensar algunas estrategias de evaluación que consideren la posibilidad de que el alumno que ingresa debe egresar". Lo que no dice el Ministro es que a ellos no les interesa cómo egresa, total después se encargarán el mercado laboral o los ingresos a las universidades de marcarles sus carencias. Pero ya será tarde para todo, salvo para engrosar las filas de los abonados a los planes sociales. ¿O será ese, por fin, el propósito oculto de este plan?
También tienen una idea "revolucionaria" respecto al ausentismo, y por eso "estudiaron" una posible flexibilización del sistema de control de faltas. Bueno, si lo anterior era absurdo, esto es más absurdo todavía.
Hoy es muy normal que haya alumnos que terminen el año (aprobando) habiendo tenido treinta faltas, e incluso más. No hay manera, cualquiera sea la forma de enseñar que tenga el docente, de que las clases con alumnos ausentes consuetudinariamente rindan sus frutos.
Por más que legalmente estén autorizados y no puedan quedar libres, el desnivel educativo se advertirá, finalmente, como resultado querido o no querido.
La educación tiene un extraño magnetismo: muchos creen saber lo suficiente como para destacar sus errores y proponer al mismo tiempo el modo de corregir sus faltas. Pero en la mayoría de esos diagnósticos los juicios se formulan de modo categórico y generalizado, lo cual no les asegura de por sí certeza.
A nosotros nos parece que la única solución es que el docente debe ser revalorizado, y debe ser él quien tome las decisiones finales en esta cuestión.
Él es el ejecutor de una programación educativa que tiene que ser flexible ante los datos de una realidad dinámica, a veces mezquina y, otras, más generosa.
Hay que confiar más en la calidad de los recursos y en la profesionalidad de quien enseña y sabe adecuar sus medios a sus alumnos y sus circunstancias, sin someterse a documentos bizantinos que hacen referencia a una escuela cada vez más abstracta.
Dr. Mario Ignacio Arcusin para Semanario Crónica de Basavilbaso

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