Pecados capitales
– Editorial del 30 de octubre de 2015
Los Siete Pecados Capitales son una clasificación de los vicios
mencionados en las primeras enseñanzas del Cristianismo y Catolicismo para
educar e instruir a los seguidores sobre la moral.
En su libro “Los Siete pecados Capitales” el filósofo español Fernando
Savater explica que “los siete pecados capitales son la expresión de la ética
social y comunitaria con la cual el cristianismo trató de contener la violencia
y sanar a la conflictiva sociedad medieval. Se utilizaron para sancionar los
comportamientos sociales agresivos y fueron, durante mucho tiempo, desde el
siglo XIII hasta el XVI, el principal esquema de penitencia, contribuyendo en
modo determinante a la pacificación de la sociedad de entonces”.
En un principio, los pecados eran una advertencia respecto de cómo
administrar la propia conducta. No se trataba, como en los Diez Mandamientos,
de ofrecer las tablas de la ley, sino de mostrar los peligros higiénicos que
podrían asechar a las almas. Se trató de un listado de advertencias sobre los riesgos
que puede acarrear la desmesura frente a lo deseable. Ya que estamos voy a
decir que hoy existe una versión más vulgar de esas advertencias, que son los
libros de autoayuda, donde supuestamente uno encuentra desde fórmulas para no
engordar hasta otras para ser feliz en tres lecciones.
La suerte de estos pecados terminó en la época moderna, cuando la
penitencia dejó de ser la forma de resolución de los conflictos sociales para
transformarse en algo psicológico e interior a la conciencia de cada individuo.
Los pecados adquieren la categoría de capitales cuando originan otros
vicios. Santo Tomás describe: “Un vicio capital es aquel que tiene un fin
excesivamente deseable, de manera tal que en su deseo un hombre comete muchos
pecados, todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente
principal…”. Ellos son: Soberbia, Gula, Avaricia, Ira, Lujuria, Pereza,
Envidia.
No se crea el lector que la página de hoy va a ser una prédica o un
sermón. Es solo que el tema me sirve de introducción para intentar una
explicación para el resultado de las elecciones, siendo que lo estoy
escribiendo justamente a treinta y dos años de haber estado en la Avenida 9 de
Julio escuchando el discurso de cierre de campaña de Raúl Alfonsín, que tres
días después se convertiría el primer presidente de la nueva democracia. Y
siento, por eso, que esto no es casualidad, sino causalidad, ya que justamente
él debe haber sido uno de los políticos que se murió habiendo podido jactarse,
si lo hubiera querido, de no ser titular de ninguno de estos pecados.
Pero volviendo al análisis de lo que pasó el domingo, y pese a que aún
no contamos con los resultados definitivos a nivel provincial y nos resta el
balotaje que definirá quién será el presidente de “todos los argentinos” (si es
que se hace, de lo que tengo mis dudas) a partir del 10 de diciembre, el
triunfo de Cambiemos en nuestra ciudad y la paridad que hasta el momento en que
escribo estas líneas aún no se ha definido en la provincia para un lado o para
otro, merecen de mi parte una reflexión que, como siempre, tendrá la
característica de ser un fiel reflejo de mi pensamiento y de llevar mi firma,
cosa de la que no muchos pueden jactarse.
Yo estoy convencido de que gran parte de la culpa de las derrotas,
tanto de las que ya conocemos, como de las que podemos llegar a conocer en los
próximos días, como las victorias pírricas de algunos kirchneristas, estuvieron
signadas por algunos de estos pecados capitales, sin que, y esto quiero que se
entienda bien, me esté refiriendo a la condición humana de las personas que
gobernaban o que se postulaban, sino pura y exclusivamente a su costado
político y de gestión, e incluso al que tiene que ver con la conformación de
las listas perdedoras. Y básicamente, cuando nombro a los pecados capitales, el
lector solo se debe dar cuenta de que hay algunos que no tienen nada que ver con
el tema que estamos tratando, definitivamente, y otros que, aunque no deberían
tener nada que ver, sí lo tienen, aunque sea tangencialmente.
Al pecado al que yo me refiero, sin lugar a dudas, es al de la
soberbia. Ser soberbio es básicamente el deseo de ponerse por encima de los
demás. Y conste que yo creo que no es malo que un individuo tenga una buena
opinión de sí mismo (salvo que nos fastidie mucho con los relatos de sus
hazañas, reales o inventadas). Lo malo es que no admita que nadie, en ningún
campo, se le ponga por encima.
En general, podemos reconocer que tenemos cierto lugar en el ranking
humano, pero también que hay otros que son más prestigiosos. Pero los soberbios
no le dejan paso a nadie, ni toleran que alguien piense que puede haber otro
delante de él. Además sufren la sensación de que se está haciendo poco en el
mundo para reconocer su superioridad, pese a que siempre va con ellos ese aire
de “yo pertenezco a un estrato superior”.
Insisto. De la lectura de las derrotas de este domingo, e incluso de
las victorias que se parecieron mucho a una derrota, surge claramente la visión
de este pecado de soberbia que encegueció a muchos que creyeron que, como
históricamente sucedía, la suma del poder público, la chequera, el
clientelismo, las promesas, la siembra de temores infundados, la
despreocupación por poner en la lista a los mejores (ya se sabe que cuando yo hablo
de mejores no me refiero a la condición de tener un título ni un nivel
determinado de estudios, sino a la capacidad específica para el cargo o la
función), el desprecio por la opinión de los demás, la apatía demostrada hacia
determinadas áreas de la actividad pública como la Cultura, por ejemplo, la
convicción de que la alternancia en el poder, tan necesaria en una democracia,
se refería a que “hoy estoy yo y mañana estás vos, pero siempre estamos
nosotros”, la falta de respeto a la otredad, unida a la convicción de que
partido y nación son sinónimos, la idolatría hacia líderes con pies de barro,
el desinterés por salir a explicar cosas que seguramente tienen explicación
pero que ellos entienden que nadie merece que se las den, el encierro de sus
vidas en una campana de cristal que los hace permanecer ajenos a los clamores
populares, la ocultación premeditada de los errores, les iba a permitir
perpetuarse en el poder.
Un rato antes de sentarme a escribir estas líneas (miércoles por la
noche) escuchaba hablar al “Chino” Navarro, conocido dirigente justicialista de
la Provincia de Buenos Aires, quién intentaba explicar lo inexplicable,
cuestión en la que, reconozcámoslo, no es el único. Decía el “Chino” que
“quizás” habían cometido algunos errores, y que ahora iban a subsanarlos. Esa
es una clara demostración de lo que es el pecado de soberbia. Si reconoce ahora
que “quizás” se cometieron errores, ¿por qué no lo dijo antes? Y si se van a
poner ahora a solucionarlos ¿por qué no se pusieron antes a hacerlo? Si no lo
dijeron y no lo hicieron, yo tengo todo el derecho de pensar que fue porque no
quisieron o, peor, porque no les importaba nada (y conste que si este no fuera
un medio respetuoso debería usar una expresión popular muy conocida que es un
sinónimo y que tiene que ver con algo que ponen las gallinas). Es claro que lo
que nunca pensaron es que iba a llegar una hora en la que la gente común,
incluso aquella de la que en otros tiempos se decía que “votaba a un palo
vestido con tal que sea de ese determinado partido”, iba a empezar a incumplir
las reglas dictadas por los que usufructuaban el poder en su propio beneficio e
iban a comenzar a pensar antes de votar. Tengo la absoluta convicción de que
esto es así, porque incluso después de la derrota sin atenuantes que ha sufrido
el oficialismo en Basavilbaso, que por lo demás no tiene nada de malo ya que
los que nos van a gobernar desde el 10 de diciembre son tan ciudadanos de este
pueblo como los que se van, la creencia de que están en una torre de marfil que
los eleva por sobre el resto de los mortales los lleva a no aceptar ninguna
discusión y a ningunear o a cuestionar las opiniones de los que, como el que
esto escribe, emiten respecto a la constitución del nuevo HCD, por ejemplo.
"Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma
opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan
injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si, teniendo poder
bastante, impidiera que hablara la humanidad”.
John Stuart Mill. Londres 1859.
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso