Un
capítulo de la Historia
- Editorial del 12 de diciembre de 2014
Estoy escribiendo estas líneas,
pensando en letras, recordando lo que viví hace 31 años, el día en que Raúl
Alfonsín asumió el poder luego de siete (más casi dos) años de oscuridad
absoluta, si sumamos el gobierno que sucedió a Perón luego de su muerte y los
fatídicos años del Proceso.
Hoy me resulta permitido dirigir
la mirada y evocar, con la perspectiva que posibilita el paso del tiempo, los
sucesos que marcaron las peripecias de su gobierno, pero que también le dieron
significado a estos treinta y un años durante los cuales la democracia sigue
intentando consolidarse entre nosotros.
Bienvenida sea la presencia de
la primera persona en los relatos de la historia política. Y de ningún modo porque
el hecho de partir de la subjetividad del protagonista nos garantice la
posesión de la verdad sobre los sucesos que narramos, sino porque ese sesgo
personal de los recuerdos permite a quien busque reconstruir un momento
histórico, conocer también la forma en que un actor principal vivió los hechos,
saber qué fuerzas o que razones (o ambas) estuvieron detrás de sus decisiones.
Conocer, en fin, las tramas más finas de un proceso incorporando el habla de
cosas que, de otra forma, solo serán habladas por la historia.
Muy parco ha sido nuestro tiempo
en prodigar testimonios imparciales. No existen casi memorias presidenciales, a
diferencia de lo que ocurre en otras culturas u en otras lógicas de negocio
editorial. Ni Roca, ni Yrigoyen, ni Justo, ni Perón, ni Frondizi, ni ninguno de
los caudillos militares que fueron ocupando de facto la presidencia de la
Nación han dejado memoria de su experiencia en el paso por el poder, achicando
así nuestra visión sobre el dramático pasado argentino.
No es fácil traducir en textos
el análisis de definiciones y episodios tan trascendentes como su política de
derechos humanos, el juicio a las Juntas Militares, las asonadas de Rico y
Seineldín, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, el ataque que
efectuaron los rezagos de la guerrilla al cuartel de La Tablada, la
hiperinflación y el trámite de la renuncia anticipada, y, como dije más arriba,
el Pacto de Olivos, casi como culminación de su carrera política, que llevó a
la reforma de la Constitución de 1994.
De todos estos temas, pienso que
el más impactante, el que con mayor énfasis subraya lo que la gestión de
Alfonsín tuvo de ruptura con un largo pasado de impunidades y amnistías frente
a las violaciones del Estado de Derecho que jalonaron por lo menos cincuenta
años de vida argentina, fue el de la manera en que diseñó y puso en marcha una
política de derechos humanos que fuera ejemplificadora hacia el pasado, pero
que, a la vez, pudiera hacerse cargo de sus consecuencias hacia el futuro.
No sé si curiosamente, o como producto
natural de una sociedad que es renuente para autoinculparse de sus defecciones,
la bandera de los derechos humanos en la presidencia de Alfonsín, valorada en
todo el mundo como un ejemplo con escasas o ninguna réplica, ha sido entre
nosotros menoscabada, al punto que desde altas tribunas pudo insinuarse que en
veinte años de democracia no se había hecho nada en ese sentido, por lo cual el
kirchnerismo tomaba esa tarea en sus manos, aparentemente desde la nada
histórica, debía pedir perdón a la sociedad. Por supuesto que a eso
contribuyeron, quizás sin quererlo (aunque yo no lo creo) organizaciones hasta
ese momento impolutas como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Esta operación subestimatoria
alcanza su cifra máxima en la persuasión que cierta comunicación ha trasmitido
con la fuerza de una lápida: lo que queda como saldo del período 1983-1989 en
materia de derechos humanos no es la Conadep, el Nunca Más ni el inédito juicio
y condena a las Juntas Militares, sino las leyes de punto final y obediencia
debida. En esa línea mendaz de razonamiento estos instrumentos legales que
acotaban en el tiempo y en el número el desfile de militares en los juzgados
han sido equiparados al indulto dispuesto por Carlos Menem en una misma saga de
debilidades y defecciones. Por las dudas, aclaro, ese mismo Carlos Menem al que
Néstor Kirchner definiera alguna vez como “el mejor Presidente de la Historia”.
Si hasta me parece estar escuchando a Baglietto cantar aquello que escribiera
alguna vez Lito Nebbia:
“Si la historia la escriben los
que ganan,
eso quiere decir que hay otra
historia:
la verdadera historia,
quien quiera oír que oiga”.
Esta mentirosa afirmación omite
la presentación de un simple dato que marca la diferencia esencial entre ambos
momentos: en 1989, el final de la presidencia de Raúl Alfonsín, había siete
altos jefes militares condenados a prisión, algunos de ellos a perpetua, 27
procesados, tres condenados por su actitud en la Guerra de Malvinas y 92
procesos y 342 sanciones disciplinarias como resultado de los tres
levantamientos militares encabezados por Rico y Seineldín. No eran pocos, pese
al punto final y a la obediencia debida, los que estaban sometidos a la
justicia, sobre todo teniendo en cuenta que recién habían dejado el poder, y
supuestamente los cuarteles todavía les respondían. Luego sí el indulto
menemista (peronista) benefició, nada menos, que a 220 militares y a 70
civiles. Pese a lo rotundo de esas cifras, muchos son todavía renuentes a
reconocer lo que la historia seguramente enfatizará con el tiempo: que el
período abierto el 10 de diciembre de 2014 ha sido, en materia de derechos
humanos, un jalón único, y que ese mérito debe atribuirse al coraje cívico con
que Alfonsín encaró la cuestión, mientras que el candidato del PJ, Ítalo Lúder,
aprobaba la autoamnistía dictada ilegalmente por los militares del Proceso.
El camino elegido implicaba la
presencia de dos dimensiones: de un lado, la referida al deslinde de los
niveles de responsabilidad entre quienes dieron las órdenes, quienes las cumplieron
y quienes se excedieron por interés personal o por mera crueldad. Por el otro,
la necesidad de descubrir y reconstruir la verdad de lo sucedido para, una vez
cumplida esa tarea que se reflejó en las estremecedoras páginas del Nunca Más,
proceder a la alternativa del juicio y del castigo a los violadores de los
derechos humanos. Primero el conocimiento de la verdad para establecer la
condena ética de la sociedad; luego, el rigor de la ley y el ejercicio de la
justicia.
Esas dos misiones que la
reconstrucción de la democracia exigía para tornarse verosímil, debieron
cumplirse en el marco de situaciones difíciles producto de las reacciones de la
Argentina corporativa que se negaba a aceptar las nuevas reglas de la
democracia y del limitado margen de maniobras del nuevo gobierno. Fueron
momentos cruciales, en los que los hostigamientos castrenses y sindicales
produjeron tres alzamientos militares y trece paros generales, llenaron de
zozobra a la sociedad y pusieron en jaque a su economía, en los cuales el peronismo,
salvo en los momentos de la llamada “renovación”, no supo jugar el papel de
socio leal de la reconstrucción democrática sino que, por el contrario,
exacerbó la competencia por el poder hasta que, en 1989, en medio de un
desmadre económico del que el triunfo electoral de Carlos Menem no fue ajeno,
consiguió su objetivo de tronchar el período presidencial. Esos primeros años
de la transición democrática que le tocaron pilotear a Raúl Alfonsín
transcurrieron así entre el tembladeral de los juicios por violación de los
derechos humanos, la desobediencia militar para reprimir a los alzados en
rebelión, la agitación sindical y el inicio de la crisis de la deuda que
estallaría con violencia años después, pero que desde entonces ya obstaculizaba
la recuperación económica.
De la entrega anticipada dijo
Alfonsín, con mucha más hidalguía que la que nunca nadie tuvo: “Eso, que para
muchos fue un dolor y una frustración, será timbre de honor para la Unión
Cívica Radical, porque fue el precio que hubo pagar para garantizar la
democracia en la Argentina. Y no creo haberme equivocado”.
¡Grande, Raúl!
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso
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