jueves, 17 de julio de 2014

20 años - 20 días

20 años - 20 días - Editorial del 18 de julio de 2014
El lector consuetudinario sabe que esta página está dedicada a la noticia que, según el editorialista, tenga más relevancia en la semana. Y suele suceder, a veces, que la permanencia en el sentimiento de la gente, o, como en el caso de hoy, la contemporaneidad con la recordación de otro hecho similar, aunque obviamente mucho más grave, haga que parezca repetitiva la utilización del espacio. Pero aun cuando se interprete eso, que no queden dudas de que la repetición es necesaria. O más que eso, imprescindible.
Siempre se ha dicho, sin inquirir demasiado acerca de las consecuencias de esta esquemática sentencia, que el ser humano es un animal de costumbres. Esta percepción de la vida es positiva si las costumbres son buenas (no hay mejor hábito que aquél basado en el respeto afectuoso de la libertad del otro), o degrada el ambiente si la costumbre del daño se instala permanentemente en nuestros usos sociales.
Es esa la razón, entonces, de la repetición. Estoy escribiendo esto a veinte días de las pintadas que agredieron a la comunidad  judía por estar escritas en las paredes de dos de sus más importantes edificios, uno religioso, la Sinagoga Tfilá L'Moisés, y otro institucional, la sede de la Asociación Israelita local, y que me agredieron a mí, en mi carácter de abogado, por portación de religión (no de raza, insisto, como equivocadamente dijo un funcionario). Pero Ud. lo está leyendo, seguramente, a  veinte años del mayor atentado cometido en la Argentina, obviamente hablo de la bomba que explotó en la AMIA de Buenos Aires a las 9,53 del lunes 18 de julio de 1994. Y con estos dos hechos quiero trazar un paralelo,  justamente por aquello de las costumbres.
El martes vimos por CN23 (extrañamente, porque es un canal que miramos con cierto recelo) un muy buen programa evocativo de esos veinte años, centrado mayormente en entrevistas a los familiares de las víctimas, que uno supone que también son víctimas, aunque más no sea de la injusticia que implica, paradójicamente, la falta de justicia.
Una de las entrevistadas, Laura Ginsberg, a quién la bomba le arrebató a su marido, "Kuki", alertó precisamente allí acerca de lo terrible que es pasar veinte años sin que haya ni siquiera una señal de esclarecimiento. Es más, y a esto lo agrego yo, lo que hubo fueron señales de oscurecimiento, tanto de parte del gobierno y sus órganos y poderes, como de la misma dirigencia comunitaria.
Y ese miedo es, precisamente, el que me preocupa a mí.
Tenía en la memoria, y lo busqué en mi archivo (y lo encontré), las palabras del tristemente célebre Rubén Beraja, por entonces presidente de la DAIA (Delegación de Asociaciones Israelitas de la Argentina) que dijo en esa oportunidad que había que tener mucho cuidado porque quienes entran en el plano político deben tener presente cuáles son los límites. Pero aun cuando después aparecieron razones para cuestionar su actitud frente a la pretensión de esclarecimiento, y de ahí lo de "tristemente célebre", a tres días del atentado (no a veinte como yo) pedía al oficialismo y a la oposición crear las condiciones para erradicar el terrorismo del país, agregando textualmente: "está claro que es el Gobierno a quien le corresponden las responsabilidades mayores, propias del ejercicio del poder legal que ostenta".  Eso fue, repito, lo que dijo a tres días. En 1995, a un año, utilizó ya un tono más emotivo para decir: "Hay indignación, dolor, frustración". Aunque después, y acá viene mi miedo, dijo que venían trabajando en forma silenciosa, constante, punzante para lograr lo que se estaba reclamando. Y era mentira.
De eso se dio cuenta recién en 1996, ya a dos años del hecho, al reconocer que había mucha gente escéptica y profundamente disgustada (yo lo estoy ahora mismo) por la marcha de la investigación y del proceso judicial, y no cabe duda de que ese es el sentimiento natural a medida que el tiempo transcurre. Ya por entonces se decía que la impunidad, que la sociedad registra como un estado preocupante en nuestro país, es efecto directo de la impotencia del Estado para imponer la vigencia de las leyes de la Nación por encima de los grupos delictivos organizados.
En ese mismo acto conmemorativo de los tres años se reclamaba que la policía no tenía móviles suficientes para los allanamientos, y que cada tres meses se traía un nuevo grupo de "elite" porque el que había no era "confiable". ¿Cuánto puede hacerse, entonces, si los que tienen que investigar desvían las pistas? O, peor aún, si como pasó en la AMIA terminan involucrados en el atentado. Recordemos que tanto en ese caso como en el de la Embajada, los policías encargados de la custodia se fueron del lugar minutos antes, supuestamente motivados por llamados telefónicos que los sacaron de allí. Hay quienes dicen que acá, en la noche de las pintadas, la ausencia de vigilancia que permitió que las mismas se hicieran casi con la prolijidad de un artista, los móviles no recorrieron la ciudad porque fueron llamados en forma anónima para que concurran al Acceso del N° 2 porque había animales sueltos. ¡Y los animales sueltos estaban acá!
Yo no quiero ser moderado, porque está demostrado que la moderación de la comunidad permitió estos veinte años de falta de justicia. Yo quiero que lo que pasó el 27 de junio en mi pueblo se esclarezca ¡ya!, porque no me creo la historia de la travesura ni de la chiquilinada. Sé que esto fue organizado, aunque no lo pueda probar, pero si aportar indicios, que es lo que hice.
Yo desearía que en estos días se vislumbrara alguna luz en este túnel tenebroso que pasa, aunque algunos no quieran reconocerlo, o no les convenga hacerlo, primero por el salvajismo del atentado contra la Embajada de Israel, luego por la masacre de la AMIA que ensombreció el cielo y tiñó de sangre la historia de la ciudad de Buenos Aires, y, por fin, por las profanaciones de tumbas en cementerios judíos y las pintadas en lugares sagrados, túnel que siempre tiene colgado un cartel que parece hacer recaer sospechas sobre grupos "racistas" amparados en el poder.
Cuando estos acontecimientos ocurren, participamos del clamor de justicia de nuestra comunidad judía en una serie de actos a los que se suman dirigentes políticos, civiles y religiosos, además      de los medios de comunicación y las organizaciones intermedias. Hablamos y condenamos enérgicamente, mientras el poder legítimo del Estado no reacciona y la sociedad entera sobrevive inmersa en ese perverso acostumbramiento, mezcla de resignación, rebeldía e indiferencia. ¿Tenemos derecho, digo yo, a repetir ese círculo del fatalismo semejante a los que se trazaban en las antiguas culturas? ¿Tengo que volver a recomendar la lectura de  "Mila 18" y de "Los que supieron morir", para que me crean que estamos en peligro?
Para colmo, y esto es lo que hace doler más todavía, la Argentina de la inmigración se ha incorporado con creces al sistema político. Prácticamente todas nuestras "minorías" ocupan hoy una posición en la estructura de la autoridad pública. Y si ello es así, ¿por qué estas recurrentes manifestaciones del odio? No cabe, entonces, solazarse con las apariencias. Las sociedades son claroscuros cuyos rincones sin luz se multiplican al influjo de la impunidad y de la insuficiencia institucional. Nos guste o no, esa es nuestra circunstancia. Hoy reclamo yo, un simple "abogado sacachorros" a quién, encima, soslayan del papel de víctima al extremo de que en el acto de repudio efectuado en la Sinagoga local el Presidente de la Federación de Comunidades Judías de Entre Ríos, invitado, eso sí, a rezar el Kidush (oración central del Shabat) ni siquiera preguntó si yo estaba, quién era, y, obviamente, tampoco se molestó en saludarme para solidarizarse. ¡Algo habré hecho, pensó seguramente!
Por las dudas, y a horas del acto por la AMIA, dejo expresado mi pensamiento de que la Justicia no se satisface con palabras. La Justicia se imparte paso a paso con acciones y sentencias que quiebren nuestra viciosa adaptación a la impunidad.
La constitución garantiza la igualdad. Pero los profanadores y sus cómplices y encubridores reniegan de dicha igualdad y son intolerantes activos que, al no aceptar la morada común de los derechos humanos, deben ser sancionados con todo el peso de la ley.
Deben ser…pero no lo fueron en un caso desde hace veinte años, y tampoco lo son ahora.                   

                                               Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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