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años - 20 días -
Editorial del 18 de julio de 2014
El lector consuetudinario sabe
que esta página está dedicada a la noticia que, según el editorialista, tenga
más relevancia en la semana. Y suele suceder, a veces, que la permanencia en el
sentimiento de la gente, o, como en el caso de hoy, la contemporaneidad con la
recordación de otro hecho similar, aunque obviamente mucho más grave, haga que
parezca repetitiva la utilización del espacio. Pero aun cuando se interprete
eso, que no queden dudas de que la repetición es necesaria. O más que eso,
imprescindible.
Siempre se ha dicho, sin
inquirir demasiado acerca de las consecuencias de esta esquemática sentencia,
que el ser humano es un animal de costumbres. Esta percepción de la vida es
positiva si las costumbres son buenas (no hay mejor hábito que aquél basado en
el respeto afectuoso de la libertad del otro), o degrada el ambiente si la
costumbre del daño se instala permanentemente en nuestros usos sociales.
Es esa la razón, entonces, de la
repetición. Estoy escribiendo esto a veinte días de las pintadas que agredieron
a la comunidad judía por estar escritas
en las paredes de dos de sus más importantes edificios, uno religioso, la
Sinagoga Tfilá L'Moisés, y otro institucional, la sede de la Asociación Israelita
local, y que me agredieron a mí, en mi carácter de abogado, por portación de
religión (no de raza, insisto, como equivocadamente dijo un funcionario). Pero
Ud. lo está leyendo, seguramente, a
veinte años del mayor atentado cometido en la Argentina, obviamente
hablo de la bomba que explotó en la AMIA de Buenos Aires a las 9,53 del lunes
18 de julio de 1994. Y con estos dos hechos quiero trazar un paralelo, justamente por aquello de las costumbres.
El martes vimos por CN23
(extrañamente, porque es un canal que miramos con cierto recelo) un muy buen
programa evocativo de esos veinte años, centrado mayormente en entrevistas a
los familiares de las víctimas, que uno supone que también son víctimas, aunque
más no sea de la injusticia que implica, paradójicamente, la falta de justicia.
Una de las entrevistadas, Laura
Ginsberg, a quién la bomba le arrebató a su marido, "Kuki", alertó
precisamente allí acerca de lo terrible que es pasar veinte años sin que haya
ni siquiera una señal de esclarecimiento. Es más, y a esto lo agrego yo, lo que
hubo fueron señales de oscurecimiento, tanto de parte del gobierno y sus
órganos y poderes, como de la misma dirigencia comunitaria.
Y ese miedo es, precisamente, el
que me preocupa a mí.
Tenía en la memoria, y lo busqué
en mi archivo (y lo encontré), las palabras del tristemente célebre Rubén
Beraja, por entonces presidente de la DAIA (Delegación de Asociaciones
Israelitas de la Argentina) que dijo en esa oportunidad que había que tener
mucho cuidado porque quienes entran en el plano político deben tener presente
cuáles son los límites. Pero aun cuando después aparecieron razones para
cuestionar su actitud frente a la pretensión de esclarecimiento, y de ahí lo de
"tristemente célebre", a tres días del atentado (no a veinte como yo)
pedía al oficialismo y a la oposición crear las condiciones para erradicar el
terrorismo del país, agregando textualmente: "está claro que es el
Gobierno a quien le corresponden las responsabilidades mayores, propias del
ejercicio del poder legal que ostenta".
Eso fue, repito, lo que dijo a tres días. En 1995, a un año, utilizó ya
un tono más emotivo para decir: "Hay indignación, dolor,
frustración". Aunque después, y acá viene mi miedo, dijo que venían
trabajando en forma silenciosa, constante, punzante para lograr lo que se
estaba reclamando. Y era mentira.
De eso se dio cuenta recién en
1996, ya a dos años del hecho, al reconocer que había mucha gente escéptica y
profundamente disgustada (yo lo estoy ahora mismo) por la marcha de la
investigación y del proceso judicial, y no cabe duda de que ese es el
sentimiento natural a medida que el tiempo transcurre. Ya por entonces se decía
que la impunidad, que la sociedad registra como un estado preocupante en
nuestro país, es efecto directo de la impotencia del Estado para imponer la
vigencia de las leyes de la Nación por encima de los grupos delictivos
organizados.
En ese mismo acto conmemorativo
de los tres años se reclamaba que la policía no tenía móviles suficientes para
los allanamientos, y que cada tres meses se traía un nuevo grupo de
"elite" porque el que había no era "confiable". ¿Cuánto
puede hacerse, entonces, si los que tienen que investigar desvían las pistas?
O, peor aún, si como pasó en la AMIA terminan involucrados en el atentado.
Recordemos que tanto en ese caso como en el de la Embajada, los policías
encargados de la custodia se fueron del lugar minutos antes, supuestamente
motivados por llamados telefónicos que los sacaron de allí. Hay quienes dicen
que acá, en la noche de las pintadas, la ausencia de vigilancia que permitió
que las mismas se hicieran casi con la prolijidad de un artista, los móviles no
recorrieron la ciudad porque fueron llamados en forma anónima para que
concurran al Acceso del N° 2 porque había animales sueltos. ¡Y los animales
sueltos estaban acá!
Yo no quiero ser moderado,
porque está demostrado que la moderación de la comunidad permitió estos veinte
años de falta de justicia. Yo quiero que lo que pasó el 27 de junio en mi
pueblo se esclarezca ¡ya!, porque no me creo la historia de la travesura ni de
la chiquilinada. Sé que esto fue organizado, aunque no lo pueda probar, pero si
aportar indicios, que es lo que hice.
Yo desearía que en estos días se
vislumbrara alguna luz en este túnel tenebroso que pasa, aunque algunos no quieran
reconocerlo, o no les convenga hacerlo, primero por el salvajismo del atentado
contra la Embajada de Israel, luego por la masacre de la AMIA que ensombreció
el cielo y tiñó de sangre la historia de la ciudad de Buenos Aires, y, por fin,
por las profanaciones de tumbas en cementerios judíos y las pintadas en lugares
sagrados, túnel que siempre tiene colgado un cartel que parece hacer recaer
sospechas sobre grupos "racistas" amparados en el poder.
Cuando estos acontecimientos
ocurren, participamos del clamor de justicia de nuestra comunidad judía en una
serie de actos a los que se suman dirigentes políticos, civiles y religiosos,
además de los medios de comunicación
y las organizaciones intermedias. Hablamos y condenamos enérgicamente, mientras
el poder legítimo del Estado no reacciona y la sociedad entera sobrevive
inmersa en ese perverso acostumbramiento, mezcla de resignación, rebeldía e
indiferencia. ¿Tenemos derecho, digo yo, a repetir ese círculo del fatalismo
semejante a los que se trazaban en las antiguas culturas? ¿Tengo que volver a
recomendar la lectura de "Mila
18" y de "Los que supieron morir", para que me crean que estamos
en peligro?
Para colmo, y esto es lo que
hace doler más todavía, la Argentina de la inmigración se ha incorporado con
creces al sistema político. Prácticamente todas nuestras "minorías"
ocupan hoy una posición en la estructura de la autoridad pública. Y si ello es
así, ¿por qué estas recurrentes manifestaciones del odio? No cabe, entonces,
solazarse con las apariencias. Las sociedades son claroscuros cuyos rincones
sin luz se multiplican al influjo de la impunidad y de la insuficiencia
institucional. Nos guste o no, esa es nuestra circunstancia. Hoy reclamo yo, un
simple "abogado sacachorros" a quién, encima, soslayan del papel de
víctima al extremo de que en el acto de repudio efectuado en la Sinagoga local
el Presidente de la Federación de Comunidades Judías de Entre Ríos, invitado,
eso sí, a rezar el Kidush (oración central del Shabat) ni siquiera preguntó si
yo estaba, quién era, y, obviamente, tampoco se molestó en saludarme para
solidarizarse. ¡Algo habré hecho, pensó seguramente!
Por las dudas, y a horas del
acto por la AMIA, dejo expresado mi pensamiento de que la Justicia no se
satisface con palabras. La Justicia se imparte paso a paso con acciones y
sentencias que quiebren nuestra viciosa adaptación a la impunidad.
La constitución garantiza la
igualdad. Pero los profanadores y sus cómplices y encubridores reniegan de
dicha igualdad y son intolerantes activos que, al no aceptar la morada común de
los derechos humanos, deben ser sancionados con todo el peso de la ley.
Deben ser…pero no lo fueron en
un caso desde hace veinte años, y tampoco lo son ahora.
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario
Crónica de Basavilbaso
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