Culpa - Editorial del 27 de
junio de 2014
Por estos
días, seguramente no por casualidad sino por causalidad, estoy leyendo una
novela de Ferdinand Von Schirach, un excelente escritor alemán que además es
abogado penalista.
La novela se
titula Culpa, me la regalaron mis hijos para el Día del Padre, y es una
recopilación de casos en los que al autor le ha tocado defender, de ahí el
título, precisamente, a culpables.
En las
primeras páginas confiesa que solía llevar una libreta roja con anotaciones
acerca de su profesión, a la que llamaba “Manual del abogado defensor”. Una de
esas anotaciones dice: “la defensa es una lucha, una lucha por los derechos de
los inculpados”. Eso le trae a la memoria que no siempre ha defendido a
inocentes.
Miguel de
Cervantes Saavedra, en su obra “El
Licenciado Vidriera” le hace decir al Lic. Rueda, luego de recuperar el juicio
y cesar de ser el loco Lic. Vidriera: “Yo soy graduado en leyes por Salamanca,
adonde estudié con pobreza y adonde llevé segundo en licencias: de do se puede
inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he
venido a este gran mar de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me
dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte; por amor de Dios que no
hagáis que el seguirme sea perseguirme y que lo que alcancé por loco, que es el
sustento, lo pierda por cuerdo”. Estimo que el gran Cervantes captó con fineza
e inteligencia el papel del abogado, relacionándolo con el outsider de la
sociedad, criticado y censurado. El citado escritor puso en boca del Licenciado
el sentir de muchos abogados que somos también estigmatizados injustamente por
ganarse lícitamente su sustento dentro del marco jurídico que les ha tocado en
suerte.
En
consecuencia, abogar es esencialmente defender a una persona, que puede
coincidir en el mismo sujeto o a un tercero. Pero abogar en el campo del
Derecho Penal trasciende al mero comportamiento de tomar una determinada
posición frente a un eventual hecho imputado en la sociedad, pues implica la
existencia de una actuación en el campo judicial específico, sin importar que
se trate de un indagado, imputado o condenado. La distinción entre esas figuras
jurídicas es asunto de relativa importancia frente a la dimensión jurídica de
lo que representa el profesional del Derecho que aboga. Éste defiende a la
persona de su cliente y su causa, pero a la vez defiende el Derecho en su más
cabal sentido conceptual. Así las cosas, el reconocimiento de la injerencia
judicial del rol del abogado defensor es determinante para establecer el grado
de evolución de la democracia material de un país. Lo sufrimos acá en la época
del Proceso, cuando se había invertido el principio constitucional, y en vez de
la presunción de inocencia, prevalecía la de culpabilidad. Por eso es que
decidí escribir hoy este editorial, y por eso me preocupa tanto el término
“depravado” utilizado por un periodista para calificar al imputado de un delito,
que es mi defendido.
Como
señalaba Ernst von Beling, jurista alemán especializado en Derecho penal de
principios del siglo XX, el abogado es en un auxiliar calificado del inculpado,
que posee un deber de protección y de tutela del Derecho en relación a su
defendido. Y, a fin de cuentas, es también un defensor material del Derecho más
allá de jueces y fiscales.
Ello no
significa que el abogado sea portador de la verdad ni que tenga toda la razón
en su argumentación jurídica. Su interpretación y fundamentación del Derecho es
tan susceptible de error como la de cualquier otro operador jurídico. También
posee una eventual carga subjetiva que supuestamente podrá ser moderada por el
juez en función de la actuación del fiscal. El fin del abogado no es la
injusticia, ni el apartamiento del Derecho, al igual que fiscales y jueces,
sino que se cumpla el Derecho de las personas. Acertadamente planteaba Ángel
Ossorio en su libro “El alma de la toga” (1919) que al aceptar una defensa el
triunfo de su cliente es también el de la Justicia, en tanto el cumplimiento
del Derecho que le asiste, lo cual debe conllevar el lógico atributo para su
ejercicio: la libertad de la práctica profesional.
Por tanto,
hay ciertas cuestiones que producen urticaria al ver que regresan desde las
lejanas hondonadas del pasado. Así las cosas, no se debe social ni jurídicamente
exigir al abogado que delate, inculpe ni aporte información en contra de su
patrocinado, como paulatinamente comienza a verse en estos tiempos en varios
países. Ni tampoco es deseable que, antes del juicio, se califique al imputado
de “depravado”, desde un medio de prensa.
No se debe
objetar directa o indirectamente al abogado que defiende a quien haya
delinquido, por más aberrante que resulte el delito, sea narcotráfico, lesa
humanidad, genocidio, terrorismo, lavado de dinero, etc., porque en ese caso lo
que se está cuestionando es la vigencia del Orden Jurídico, ya que el defensor
es dignatario del Estado de Derecho.
Tampoco se
debe criminalizar al abogado que actúa en el legítimo ejercicio de su
profesión, manchándolo de forma infamante e injuriante al acusarlo de que sus
honorarios están maculados por provenir de quienes han delinquido o están
dubitados por ello. En multiplicidad de oportunidades el abogado que asiste al
delincuente recibe honorarios con dinero que es el fruto del delito. ¿Con qué
pagará el ladrón o cualquier otro delincuente económico al abogado que contrata
para su defensa? ¿Pedirá prestado a un pariente o amigo?
El
odontólogo extrae la muela y cobra sus honorarios profesionales sin entrar en mayores
consideraciones acerca del origen del dinero del paciente. El abogado defensor
vive lícitamente con el dinero que recibe por concepto de legítimos honorarios
sin importar de dónde provenga el mismo, al igual que fiscales, jueces y
policías justifican sus salarios porque existe la delincuencia. Es una obviedad
que no se le puede devolver al abogado esto en términos de imputación
delictual, porque es una manera de señalarlo y estigmatizarlo, pero es además
una vía para eliminar al justiciable la posibilidad de defenderse mediante el
abogado de su confianza. Por si fuera poco, es una forma inconstitucional de
coartar el libre ejercicio de la profesión liberal de abogado y, pues viene al
caso, de eliminar de un plumazo el sistema de garantías del Estado de Derecho.
La cuestión
de la presunción de inocencia no es lo medular en este aspecto, dado que, aun
ante la certeza de culpabilidad, el abogado tiene igualmente el derecho a
defender y a percibir los correspondientes beneficios económicos por ello según
lo ampara el ordenamiento jurídico mediante causa de justificación, así como
hasta el mayor de los criminales posee el derecho a ser defendido.
El término
Advocatus significa el llamado a socorrer (vocatus ad); es esa su misión y su
responsabilidad primera y última dentro del marco del Derecho que le asiste,
puesto que a su vez, cliente es quien solicita ayuda o auxilio, lo que en la
antigua Roma hacía al patrono, cuya etimología refiere al pater. He allí el
punto de arranque de la responsabilidad del abogado en cuanto a apadrinar a
quien necesita ayuda en una sociedad regida por el Derecho a través de un
determinado ordenamiento positivo. La ubicación del indagado o imputado en una
causa criminal lo coloca en lo más degradado de la sociedad, en cuanto se pone
en tela de juicio haber quizá cometido un delito.
Al defender,
el abogado debe patrocinar (pater) al cliente y, deseado o no, desciende a ese
último peldaño de la sociedad acompañando (cum pane: el que comparte el pan) en
la litis, sabiendo que ello a veces implica soportar cierto grado de
humillación por parte de terceros, puesto que el advocatus, al decir de los
romanos, postula el Derecho de su defendido; lo que significa que pide aquello
que hay derecho a tener.
“El miedo es
la puerta que nos encierra en el castillo de la mediocridad: si conseguimos
vencer este miedo, estaremos dando un gran paso hacia nuestra libertad”.
Frederik Nietzche
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso