jueves, 16 de septiembre de 2010

Profesión de fe

Profesión de fe - Editorial del 17 de septiembre de 2010
Hoy, 17 de septiembre, se festeja en todo el país el Día del Profesor. Más allá de la coexistencia con el 11 de septiembre, Día del Maestro (que muchos asimilan con el del docente en general), y con el 23 de mayo, hace poco, en 1988, instaurado Día del Trabajador de la Educación en conmemoración de la “Marcha Blanca”, es importante entender el por qué de esta fecha.
Recordemos, entonces, que se instituyó, y no por casualidad, en el aniversario de la desaparición física de un hombre fundamental del pensamiento en la Argentina: José Manuel Estrada. Para muchos, y sobre todo para los que tuvieron la idea, así como Sarmiento es “El Maestro” por antonomasia, Estrada resume en su personalidad los méritos cabales de “El Profesor”.
Este abogado, historiador, profesor universitario, legislador y periodista ejerció la docencia en el Colegio Nacional de Buenos Aires del cual llegó a ser Rector y fue titular de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, sin llegar a tener nunca un título docente.
Es, me parece, excelente entonces la oportunidad para intentar una reivindicación de aquellos que han ejercido y ejercen (aunque sean cada vez menos) la docencia desde la habilitación de otro título. Y de eso nuestra ciudad, y su educación secundaria, son un clarísimo reflejo, porque sus inicios, allá en la década del ’50, con los Institutos Ramírez y Weizmann, transformados luego en el Colegio Nacional Basavilbaso y su posterior Anexo Comercial, se basaron en gran medida en el apasionado y vocacional servicio educativo de profesionales universitarios, que se dieron cuenta de que de ellos dependía, dada la falta de profesores, la permanencia de los jóvenes en Basavilbaso por unos años más, y, lo que es más importante todavía, el acceso a un paso más allá de la primaria de chicos a quienes sus padres no podían ofrecerles trasladarse a Concepción del Uruguay o a Concordia, destino que hasta ese momento tenían como única opción para intentar ser bachilleres o peritos mercantiles.
No soy de aquella época, y es por eso que no voy a ponerle nombre y apellido a esos ejemplos. Pero sí quiero destacar, porque me enseñaron y porque me marcaron a fuego, a quienes, desde 1969 y hasta 1973, desde ese lugar impreciso en el que a veces se los ubica en el relato de la profesión educativa, me formaron en materias de las que aún hoy, cuarenta años después, tengo fijos los conocimientos. Hablo, entonces, de “Goyo” Rosquin, a quién con placer todavía hoy cruzo por las calles de este pueblo en el que tuve la suerte de nacer y de vivir. Nada me cuesta recordar sus clases acerca de amebas y paramecios, siendo que su conocimiento académico de la “mediación pedagógica” dejaba seguramente mucho que desear. Tengo también un espacio importante en la memoria de esos días para “Chacho” (el Dr. Miguel Augusto Carlín), sobre todo porque por él me nació la vocación que finalmente me llevó a ser abogado, y seguramente también, por la admiración, a ejercer la docencia en las mismas materias o espacios curriculares en que él lo hacía. Y no quiero, ni debo, olvidarme de los Contadores Gladys Acevedo, Arturo Bernal, Julio Levit y Juan Carlos Lucio Godoy, ni del Escribano Mario José Gluschancoff. De todos ellos, profesores sin título, tengo algo en mi corazón.
Más acá en el tiempo, y casi contemporáneos con mi propio ejercicio de la docencia, es imposible desconocer el trabajo que hicieron Marta Gardiman de Schoj, Liliana Bussón de Gallinger y Aníbal Budó, entre otros tantos, que lograron sobreponerse a esa carencia de formación con un ingrediente avasallante de ganas y de compromiso.
Yo mismo tuve buenos y malos profesores, sin que pesara para esta calificación la graduación docente. Tuve dedicados o indolentes, unos que siempre daban su clase de la misma manera, y otros que buscaban variantes para hacerla más interesante. Y no siempre eran mejores los que tenían más conocimientos, sino los que dentro de sus limitaciones se esmeraban por transmitirlos. Recuerdo que uno de ellos nos dijo una vez que cuando comenzó a dar clases trataba de enseñar a sus alumnos todo lo que sabía. Cuando tuvo más experiencia trató de enseñar lo que creía necesario que aprendieran. Y finalmente se dio cuenta de que debía enseñarles lo que necesitaban aprender.
Esencialmente, al profesor lo hace tal su vocación por compartir conocimientos. De muchos años en esta profesión he podido constatar cómo tantos colegas sin el titulo pero con una profunda vocación para la enseñanza son eficientes por contar con un don natural para la pedagogía educativa. Y a esto lo puedo decir desde una militancia gremial que defiende a ultranza la carrera docente, porque indudablemente brinda una poderosa herramienta de apoyo que puede facilitar mucho las estrategias educativas, no solo en el enseñar sino en el delicado proceso del evaluar. Y además porque el esfuerzo por estudiar una carrera docente merece el reconocimiento de la incumbencia profesional y de la competencia del título. Por el contrario, se trata simplemente de reconocer que las herramientas solas no hacen al artesano, aún cuando puedan serle de mucha utilidad para su trabajo.
Claro que he tenido siempre muy presente que la tarea docente no es la mera transmisión de conocimientos, sino la convicción de ayudar a otros en la difícil tarea del desarrollo de aptitudes, habilidades y destrezas. Además de la selección de contenidos, importantísima, no se puede dejar de lado la capacidad para escuchar reflexivamente, para sintetizar, para relacionar, para comparar, para sacar conclusiones, para realizar críticas, para aceptar otros puntos de vista aún cuando se defienda el propio, para argumentar, para fundamentar, para ubicarse en el tiempo y el espacio, para discriminar entre opinión e información, para profundizar la capacidad para integrarse socialmente, para respetar a los otros, para el trabajo en equipo, para crear un clima de paz y tranquilidad en el aula, para rescatar los “valores” en cada período o situación, para juzgar con equidad, etc.
Alguna vez leí, y me gustó, que la personalidad es necesaria en los profesores, ya que éstos deben ser capaces de motivar, seducir e hipnotizar. Sin personalidad el profesor se convierte en “desganado gramófono o en policía ocasional”, perdiendo su verdadero espíritu y significado.
Hay un dicho popular que reza: “los títulos no aumentan los conocimientos ni acortan las orejas”. Está bien obtener el título, sea de médico, abogado, ingeniero, arquitecto o profesor, porque ello supone la culminación de una carrera. El título es la llave que abre la primera puerta para “entrar a la cancha a jugar”, pero nada más que eso. Después, ya en la cancha, habrá que demostrar que se tienen condiciones.
Porque el problema no se soluciona con más o menos títulos. Lo preocupante es el analfabetismo funcional, posiblemente el mal de este siglo. Así como el siglo XIX pasará a la historia como el siglo de la escolarización, según algunos futurólogos el XXI puede llegar a ser la era de la muerte de la lectura y de la escritura. Vamos hacia una caída de la competencia verbal, los chicos conocen cada vez menos palabras y esto es peligroso porque equivale a menos ideas, menor posibilidad de un pensamiento articulado. Posiblemente se deba a que la comunicación de masas debe alcanzar a un público lo más amplio posible y, para lograrlo, simplifica el mensaje.
La lógica didáctica ha seguido con frecuencia esta práctica en vez de estar, como toda buena didáctica, algo por encima de quien la reciba.
Porque, por más que se invente lo que se invente, nadie puede poner en duda que "cuando el alumno no aprende es porque el profesor no enseña".
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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