viernes, 21 de mayo de 2010

Cornelio Saavedra y mi zeide

Cornelio Saavedra y mi zeide - Editorial del 21 de mayo de 2010
Para los desprevenidos, zeide, en idish, el idioma de los inmigrantes de la Europa Oriental que llegaron a estas tierras, quiere decir abuelo. El mío, por la rama paterna, llegó a principios del siglo XX y dejó en estas tierras, además de su esfuerzo, cuatro hijos y el polvo de sus huesos, lo que no es poco. Salomón Arcusin se llamaba, y acá empieza la parte en la que le pediré a cada uno de ustedes que ponga el nombre que sienta y quiera.
Por supuesto que no había otra manera para escribir sobre ésto que volver al "yo", que mucho no me gusta. Como sabe el lector consuetudinario, elijo la primera persona del singular cada vez que quiero que no queden dudas de que es una opinión personal, fundamentada y, por sobre todo, "bancada". En suma, lo que escribo aquí es lo que pienso, sin condicionamientos y "desde adentro".
Debo decir (estoy obligado a decirlo) que me queda un regusto amargo en la boca al pensar en lo que se está omitiendo en estos festejos. De ahí, como se imaginarán ustedes, la referencia del título, tanto porque quien fuera Presidente de la Primera Junta de Gobierno Patrio había nacido en Potosí (Virreinato del Perú) y mi zeide en Gersón, aldea de la Lituania rusa, cuánto porque el primero de ellos era masón (según datos fidedignos) y mi zeide judío, sin que tenga yo necesidad de probarlo.
Entonces, no termino de entender por qué, si entre ellos dos y nosotros, ahora, todos juntos hicimos la Patria, en el acto central del Bicentenario, acá por lo menos, en mi Basavilbaso, solo habrá una Invocación Religiosa católica.
Estoy seguro de que si se hubiera decidido compartir la ocasión con las otras confesiones que existen en mi pueblo, ello en nada afectaría la fe de los creyentes católicos. Y lo digo con convicción y conocimiento de causa, porque a la inversa, haber participado de misas o haber cantado el Ave María no ha conmovido para nada mi fe judaica. Entonces seguirán existiendo los templos y lugares de oración, las fiestas de religiosidad popular y, salvo que se tenga una fe débil y necesitada de seguridades, nada obstará a que se pueda orar, públicamente, por lo menos de las otras dos maneras, o sea de la cristiana no católica y de la judía, cuando se trata de la Patria de todos.
Ya alguna vez dije en una de estas páginas que me siento raro cuando en la plaza del pueblo en que nací, sobre la misma tierra en la que yacen para siempre mis padres y mis abuelos, en un acto celebratorio de la argentinidad toda, estoy en medio de los alumnos y docentes con los que comparto el derecho constitucional de enseñar y aprender, que es común a todos los habitantes, y también en medio de aquellos entre los que vivo, y no puedo evitar sentirme distinto cuando, sin tener opción, debo quedarme en silencio en el momento en que los que yo considero mis hermanos dicen el Padrenuestro, y quieto cuando esos mismos hermanos míos se persignan.
En el Preámbulo de la Constitución Nacional se hace una referencia a Dios mediante una impetración: "… invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia…". La misma alude al teísmo, es decir, a una cosmovisión o posición ideológica que implica referencia a una divinidad, a un ser superior, que puede ser el dios cristiano, el budista, el hebreo o el hindú. Pero el de todos.
Para traducir mi dolor, fuerte dolor, en palabras indudables por venir de quién vienen, monseñor Carmelo Juan Giaquinta, Arzobispo emérito de Resistencia, Chaco, en ocasión de la Fiesta de la Ascención del Señor, en vísperas del Bicentenario de la Patria, llamó a "apoyarse en el Nombre de Jesucristo y evitar la invocación mágica de nuestro pasado católico". Al respecto sostuvo que con ocasión del Bicentenario, "es probable que hablemos de los orígenes cristianos y católicos de nuestra nacionalidad. Y estará bien que lo hagamos, pues es de bien nacidos recordar y agradecer a todos los que nos precedieron". Sin embargo, aclaró que debemos "evitar invocar nuestros orígenes cristianos y católicos de manera mágica. Como si, por haber sido aquéllos católicos, hoy ya lo somos todos".
El Bicentenario encuentra a los argentinos con una multitud de asignaturas pendientes, de carencias tanto institucionales como sociales, de violación de derechos, de discriminaciones históricas. Y este es el momento del replanteo de aquellas cuestiones políticas, sociales y culturales. Y especialmente del papel de las religiones.
El Bicentenario pretende ser una puerta a la democratización de la alegría, por eso entre los ejes principales se encuentra la revalorización de las fiestas populares, impulsando y apoyando en cada rincón del país las manifestaciones de nuestra cultura y los festejos de nuestra gente.
Mi zeide vino a la Argentina seguramente que no en la búsqueda de adquisiciones materiales, y de todas maneras, si es que vino a eso, no las consiguió. Vino sí a fundar una familia heredera de una cultura milenaria y, al mismo tiempo, a integrarse a esta tierra de libertad que lo recibió como a un igual, porque la misma Constitución abre sus puertas a "todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino" ya en el Preámbulo, que es como decir "antes de entrar".
La inmigración a la Argentina tuvo un carácter masivo, en el siglo diecinueve y comienzos del veinte, porque el volumen de la población nativa fue, por varias décadas, relativamente menor respecto a los recién llegados. Y eso sin dejar de tener en cuenta que si hablamos del Bicentenario de los Pueblos, debemos poder pensar ideas y acciones no sólo frente a los festejos oficiales, sino en otros que nos conviertan en protagonistas colectivos de las transformaciones pendientes.
Alberto Gerchunoff, en su cuento "El Himno", le hace decir al rabino, en el acto central de los festejos del Centenario en Villa Domínguez, una parábola extraída de las tradiciones judías de España, que simbolizaba para el orador la libertad de los pueblos: "Había un pájaro prisionero en una jaula de hierro. Creía que todos los pájaros viven así hasta cierto día en que vio a otro pájaro revolotear en el espacio y posarse sobre los tejados y los árboles. Entonces el canto del prisionero se volvió triste. Tanto meditó en su esclavitud, hasta que concibió el pensamiento de roer las rejas con el pico".
En ese cuento, a renglón seguido, Jacobo, el gaucho judío, explica a don Benito Palas, comisario del pueblo, el sentido del discurso. Y por toda respuesta, el comisario recitó las estrofas del Himno. No lo comprendían del todo los judíos, pero al llegar a la palabra Libertad, el recuerdo de su antigua esclavitud, de la amargura y las persecuciones seculares sufridas, revolvió sus corazones y con el alma y con la boca todos exclamaron, como en la sinagoga: ¡Amén!
Gerchunoff, entonces, termina diciendo lo que nosotros hacemos ahora nuestro, invocando lo que nos es común a todos.
"Es generoso el pabellón que ampara los antiguos dolores de la raza y cura las heridas como venda dispuesta por manos materiales. Arrodillémonos, y bajo sus pliegues enormes, junto con los coros enjoyados de luz, digamos el cántico de los cánticos, que comienza así: Oíd mortales el grito sagrado…
Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

No hay comentarios:

Publicar un comentario