jueves, 4 de julio de 2013

Los libros no muerden

Los libros no muerden - Editorial del 5 de julio de 2013 Hoy el disparador del tema es el reclamo que hiciera el concejal Raúl Ascaino (UCR) para que se reformen los actuales programas de estudio "de manera que el libro vuelva a ser algo importante en nuestros colegios". El edil advirtió, inteligentemente, que se perdió el hábito de la lectura y que muchos niños y jóvenes no saben leer, escribir, ni comprender un texto. Y entendió, y de ahí su reclamo, que gran parte de los problemas que aquejan a nuestra sociedad, y no solo a los jóvenes, tiene que ver con la pérdida del hábito de la lectura. Raúl expresó en la sala de sesiones la nostalgia de los de su generación (que es también la mía) cuando recordamos que leíamos Recuerdos de Provincia y Facundo, de Sarmiento; Juvenilia, de Miguel Cané; Amalia, de José Mármol; María, de Jorge Isaacs y Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez entre tantos otros. Yo podría agregar Los árboles mueren de pie, de Alejandro Casona, Mis Montañas, de Joaquín V. González, y muchos más que todavía tengo guardados en mi biblioteca, forrados con el mismo papel, en el que aún está pegado el rótulo con el título y mi nombre, tal como los llevaba la colegio para la hora de Lengua. Por supuesto que alguien podrá objetar que la importancia de algunos de estos autores, e incluso la temática de varios de ellos, se ha diluido en el tiempo. Yo no estoy de acuerdo con eso, pero aun aceptándolo, hay muchísima cantidad ("una bocha", para usar lenguaje actual) de novelas, cuentos y ensayos más contemporáneos, si se quiere, que pueden incitar a los que nunca lo han hecho a comenzar a leer. Porque en lo que no estoy de acuerdo con Raúl es en que el problema se reduzca a incluir como obligación la lectura en los planes de estudios. Su misma formación universitaria le ha enseñado que las leyes nunca van delante de los hechos. Acá no se ha dejado de leer por falta de normas que lo indiquen, sino por una falta de compromiso de la que todos somos responsables. Hay estadísticas que demuestran que en España un chico en edad escolar lee al menos cinco libros por año, sin contar los de texto. En la Argentina, en tanto, es posible escurrirse por la escuela primaria y luego por la secundaria sin haber abierto siquiera uno. Pero el gobierno pretendió solucionar el problema entregando millones de netbooks que son usadas para cualquier cosa menos para leer algo en ellas. Salvo, por supuesto, lo que se escribe, inútilmente en la mayoría de los casos, a través de las denominadas "redes sociales". De paso, y ya que estamos, esto de las redes sociales tampoco es un invento nuevo. Yo, por ejemplo, en mi infancia, integré la red social del "campito" que estaba donde hoy la Escuela "Ovidio Decroly", en el que jugábamos a la pelota desde que terminábamos de hacer los deberes hasta que ya la oscuridad no nos dejaba ni siquiera vernos a nosotros mismos. Y era una red social integrada a las comunicaciones, ya que la "ardilla" Solís relataba el partido mientras jugaba. Luego, un poco más tarde en el tiempo, sin que hiciera falta la Internet ni el Smartphone, estuve (también con Raúl) durante gran parte de nuestra adolescencia, en otro gran ejemplo de red social: el Teatro Independiente Mascarada, que nos integró con gente mucho más grande con la que aprendimos cosas que hoy valoramos. Pero ni el campito, ni el teatro nos quitaron la alegría de llegar a casa y seguir leyendo el libro que habíamos comenzado la noche anterior, sin preocuparnos por el chat ni por el wathsapp. Y conste que no estoy para nada en contra del uso de las nuevas tecnologías. Pero sí en contra de su abuso. Porque se han inventado muchas cosas a lo largo de la Historia, pero la única forma de aprender sigue siendo la lectura. Justamente la Historia comienza a partir de jeroglíficos y papiros, hace unos cinco mil años. Allí los humanos emprendimos un viaje con destino todavía desconocido. Atrás quedaron, en la oscuridad de la agrafía, 400.000 años de vida humana que ahora llamamos Pre Historia, precisamente porque nada sabemos de ella. Solo desde, y gracias, a la escritura podemos trasmitir conocimientos salteando generaciones. Casi un milagro. Únicamente leyendo Juvenilia, libro de recuerdos estudiantiles del escritor argentino Miguel Cané publicado en 1884, citado también acertadamente por Raúl, podemos comprender, ciento treinta años después, muchos de los comportamientos de los jóvenes del Siglo XXI. Lo que hay que difundir, por todos los medios posibles, es que en todas las épocas, salvo la actual, leer era un raro privilegio, solamente destinado a la clase dominante, como manera de mantener en la esclavitud de la ignorancia al resto de la población. Y de ninguna manera podemos permitir que eso vuelva a ocurrir. Por eso es necesario hacer una doble lectura (justamente) de ese tan "generoso" reparto de computadoras portátiles que hace el gobierno, sin realizar un seguimiento de su uso. No les importa, porque lo que quieren es, precisamente, volver a la esclavitud de la ignorancia. En latín, libro se dice "líber", que también quiere decir "libre". Sin embargo no necesito recurrir a las etimologías para asociar lectura y libertad. Los que estamos acostumbrados a leer, y hacemos de ello una pasión, sabemos que leyendo aprendemos a volar como pájaros de altura, trascendiendo en el tiempo y el espacio y superando, en parte, las limitaciones a que nos condena nuestra biología. Y haber podido trasmitir a mis hijos ese placer aumenta en progresión geométrica el vuelo, ya que siento que no se ha cortado el hilo que hizo que yo leyera por ver leer a mis padres, y luego Leticia, Clarisa y Laureano leyeran por verme leer a mí. Es por eso que estoy convencido de que para que la escuela no trasmita simulacros de sabiduría y deje de entregar certificados vacíos de contenido, es preciso que se enseñe no solo la lectoescritura, sino a leer en hondura, en abundancia y, sobre todo, con placer. El hábito de la lectura no solo instruye. Además estimula la comprensión y permite comparar, razonar y valorar, fomentando la reflexión sobre lo natural, lo humano y lo divino, construyendo puentes solidarios entre el presente, el pasado y el futuro, y guiándonos por caminos de tolerancia, humildad y respeto. El peligro posmoderno, que representan los nuevos bárbaros (hay que leer Historia para saber lo que hicieron los viejos bárbaros), acecha a través de "especialistas" que desprecian cuanto ignoran, y son cada vez más adictos al ruido y a la imagen, porque solo leen avisos publicitarios o listas de precios. ¡Si hasta es casi imposible mirar películas por televisión ya que el desdén por la lectura obligó a los canales a doblarlas al español para sacarles los subtítulos! Así, grandes actores terminan haciendo el ridículo con la voz de otro, solamente porque nadie quiere leer ni siquiera dos renglones. La cuestión es mucho más grave de lo que se piensa. Los fracasos cada vez más frecuentes en el paso del secundario a la universidad, cuyo número nadie se anima a difundir porque luego, como consecuencia, habría que hacerse cargo y buscar soluciones, están basados, fundamentalmente, en que los egresados del colegio no saben leer, escribir, ni comprender textos. Así, cuando se dan cuenta de que para aprobar las materias, cuando las cosas son en serio, hay que "tragarse los libros", se vuelven con el pretexto de que extrañan. Entonces, cuando vayan a votar, ahora que lo van a hacer desde los 16 años, buscarán en las boletas de candidatos soluciones mágicas que deberían encontrar ellos mismos. Joan Margarit, un escritor catalán de quién Nardo, hace muchos años, me regaló un libro de poemas, decía que "la libertad es una biblioteca". Por eso este editorial número ochocientos está dedicado a la lectura y la "Luz Obrera", Quijote del Siglo XXI que persiste en la lucha contra los molinos de viento. Dr. Mario Ignacio Arcusin, para Semanario Crónica de Basavilbaso

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